La biblioteca antigua de Elysianek era el rincón menos frecuentado por los estudiantes, y por eso, el favorito de Caleb. No por falta de interés, sino por el peso de los estantes, por el aroma a cuero antiguo, por esa paz que sólo se encontraba entre páginas gastadas y luz filtrada.
Esa tarde, llevaba consigo un tomo de política diplomática y otro sobre tratados de neutralidad de reinos menores. Sabía que solo iba a leer una décima parte, pero le bastaba estar allí, con los libros, con el silencio, con él mismo.
Pero al doblar una esquina, encontró a alguien ya instalado en la sala sur.
Nolan.
Estaba recostado en una de las sillas largas, un libro apoyado abierto en el pecho, claramente sin haber pasado de la segunda página y los ojos entrecerrados como si estuviera a punto de quedarse dormido.
Caleb pensó en seguir caminando, evitar conversación. Pero algo en él, curiosidad, incomodidad, o simple impulso, lo hizo detenerse.
—¿No es este un lugar para los que realmente leen?
Nolan abrió un ojo. Luego el otro. Sonrió sin moverse.
—Lo estaba intentando… hasta que la introducción me insultó con veinte líneas de burocracia.
Caleb, contra su costumbre, soltó una risa seca.
—No todos los libros están escritos para ser amados.
—Como las personas.
Caleb entrecerró los ojos, algo desconcertado. Nolan se incorporó, con aire despreocupado, y se frotó el cuello.
—No sabía que tú venías mucho por aquí —dijo Nolan, más serio ahora.
—Tú tampoco pareces alguien que disfrute la quietud —respondió Caleb con tono neutral.
—No la disfruto. Pero a veces uno necesita… desaparecer un rato.
Caleb se quedó en silencio, y Nolan no insistió. Durante un rato, ninguno habló, pero tampoco se movieron. Era una especie de tregua muda, compartiendo el mismo oxígeno, fingiendo que no había nada más allá de esa habitación de madera y páginas dormidas.
Cuando Caleb se giró para irse, Nolan dijo algo que lo detuvo.
—Te admira, ¿sabes?
Caleb no necesitó preguntar a quién se refería.
—No es lo mismo admirar… que elegir.
—¿No? —respondió Nolan con una sonrisa ladeada—. A veces la admiración es más peligrosa.
En otro punto de Elysianek, el salón de espejos había sido decorado con telas suaves y guirnaldas de flores secas. Nada demasiado extravagante. Solo una quedada formal entre estudiantes de segundo y tercer año, organizada por algunas princesas de diferentes regiones.
Theodora y Eleanor llegaron juntas, como de costumbre. Pero esa noche había algo distinto. No en la forma en que se miraban, sino en cómo evitaban hacerlo.
El grupo ya se había formado. Blake, Caleb, Clemira, Minxa, Anya, y algunos nobles de nombres menos relevantes conversaban mientras se servían dulces fríos y té especiado. Eleanor se dirigió hacia Clemira, mientras Theodora se quedó junto a Blake.
—¿Estás bien? —preguntó él, al notar su distracción.
—Sí. Solo… muchas cosas en la cabeza.
—Te entiendo, también me pasa. Escucha, se que no hemos hablado mucho, pero puedes contar conmigo.
—Gracias —dijo con un suspiro.
Clemira reía con una copa en la mano, haciendo que Eleanor sonriera con esfuerzo. Pero entre carcajada y broma, Eleanor lanzaba pequeñas miradas a Theodora. Miradas que antes eran de ternura. Ahora, eran de… análisis. Como si de repente intentara leer algo más allá.
Theodora lo notó.
Más tarde, mientras el grupo bailaba al ritmo lento de un cuarteto que sonaba en vivo, Blake se unió a Caleb, que observaba desde la pared sin moverse.
—¿Vienes a preguntarme por Nolan?
—No.
—¿Seguro?
—Sí. No tengo interés en saber qué haces con él.
Pero su voz sonaba demasiado controlada. Y Blake, por primera vez, no supo cómo responder.
—Solo me pareció… interesante que estuvieran en la biblioteca juntos.
Caleb no contestó. Pero luego bajó la vista.
—A veces las personas inesperadas saben escuchar mejor.
Blake sintió algo helado subirle por la espalda. No sabía si era culpa, o celos, o temor de estar perdiendo algo sin siquiera saber cómo defenderlo.
Casi al final de la noche, cuando la atmósfera ya estaba más suelta y la conversación fluía entre dulces y música, las puertas del salón se abrieron.
El grupo se giró.
Y allí estaban.
Harrison, Erkan y Deus. Los tres juntos. Innecesariamente formales.
Las risas bajaron de volumen. El ambiente cambió.
Habían murmuros. Podían escucharse desde lejos y sobre todo algo en concreto: “¿Quién los invitó?”
Nadie y nadie necesitaba hacerlo. Eran príncipes de linajes demasiado antiguos como para necesitar permiso. Pero todos sabían que su presencia no era cortesía.
Era vigilancia.
Kaito llegó unos pasos más tarde. Sin compañía, sin sonrisa. Observó brevemente a Blake, luego a Caleb, luego… a Nolan.
Se detuvo apenas una fracción de segundo en él, antes de girar hacia los vinos.
La noche no se rompió.
Pero quedó tensa. Como si una cuerda invisible comenzara a tensarse desde ese momento.
Theodora y Eleanor se reencontraron en la esquina de la sala. A solas.
—¿Qué pasa contigo esta noche? —preguntó Theodora.
—¿Contigo? —devolvió Eleanor, sin suavidad—. Me observas como si esperaras una respuesta que no voy a darte.
Theodora frunció el ceño, dolida.
—Sabes, yo no espero respuestas, Eleanor.
Ambas se miraron en silencio. Ya no hablaron más. Algo había cambiado.