Boarding School for Princes (internado para príncipes)

CAPÍTULO 9. Apariencias en Ruinas.

El frío llegó de golpe a Elysianek, como si el internado quisiera reflejar los ánimos que comenzaban a agrietarse entre pasillos.

No hubo pelea. No hubo llanto. Simplemente, una conversación rápida y cargada de todo lo que no se decía.

Theodora y Eleanor, sentadas en un banco del invernadero, rodeadas de vapor y olor a humedad, supieron, sin tener que explicarlo del todo, que habían dejado de sostenerse.

—No estoy enfadada —dijo Theodora.

—Yo tampoco —respondió Eleanor.

Pero las dos sabían que no era del todo cierto. Lo que más dolía no era el fin, sino lo silencioso que había sido.

—Me alegro si estás bien —añadió Eleanor, con voz neutra—. De verdad.

Theodora asintió. No sabía si estaba bien. Solo sabía que Eleanor ya no la miraba con la misma ternura.

Y lo aceptó.

Pocos días después, los rumores comenzaron a girar.

Eleanor había sido vista en los jardines con una chica de cuarto año: Ylva, de sangre noble del Reino Borealis. De cabello blanco plateado y sonrisa afilada. Era enigmática, poderosa. Justo el tipo de presencia que obligaba a que otros giraran la cabeza.

Y Eleanor parecía cómoda. Le hablaba con una cercanía que Theodora reconocía… porque había sido suya.

—No parecen solo amigas —comentó Anya una tarde, mientras tomaban té en el patio cubierto.

Theodora fingió no haber oído. Aunque en el fondo, ya lo sabía. Ya lo había visto. Y el vacío en su estómago no tenía nombre, pero era familiar.

Para "distraerse", Theodora accedió a quedar con sus amigas sin Eleanor. Clemira, Minxa, Anya y otra noble llamada Selene la invitaron a un pequeño encuentro nocturno improvisado en uno de los salones vacíos de música.

Había velas encendidas, cojines por el suelo, y dulces escondidos en una caja de partituras. Risas fáciles. Vino dulce en copas pequeñas.

—¿Y tú, Theodora? —preguntó Clemira, con mirada sugerente—. ¿Vas a fingir que no has tenido ojos para Laziel últimamente?

Theodora enrojeció.

Laziel era un joven noble, no un príncipe, pero de familia respetada, con modales suaves, voz grave y una sonrisa que sabía cuándo aparecer. Había coincidido con Theodora en un ensayo de esgrima compartido. Nada especial. Pero había intercambios de palabras, de miradas. Y eso bastaba para que el grupo comenzara a empujar.

—Es guapo, elegante, y no es idiota —añadió Minxa—. Lo cual es extraño viniendo de su familia.

—Yo solo he conversado con él un par de veces —murmuró Theodora.

—A veces eso basta —dijo Selene con malicia—. Mira a Eleanor. Una conversación y ya cambió de órbita.

La frase cayó como plomo.

Pero Theodora rió suavemente, fingiendo fuerza.

—Tal vez yo también necesite un cambio de órbita.

En otro extremo del internado, el ala reservada para los príncipes estaba más silenciosa de lo habitual.

Excepto por el salón de mármol donde se encontraban Harrison, Erkan, Deus y Kaito.

La sala no estaba iluminada por candelabros normales, sino por una chimenea central donde ardía una llama de color rojizo. Rodeaban el calor.

—La fiesta fue una estupidez —dijo Harrison, afilando una daga con lentitud.

—No lo fue —respondió Deus, con su voz siempre rasposa—. Sirvió para ver cómo se alinean.

—Como patos en un río —rió Erkan—. Los buenos jugando a fingir que no tienen grietas.

Kaito, hasta ahora silencioso, se acercó al fuego y lanzó dentro un pequeño papel.

Nadie preguntó qué era. Pero todos miraron cómo el papel se ennegrecía.

—Los vínculos se deshilachan más rápido de lo que parece —murmuró Kaito.

—¿Sigues observando al chico nuevo? —preguntó Harrison— es cierto que sospechan todos. No entiendo cómo entró.

—Tal vez, o tal vez a todos —respondió Kaito sin mirarlo—.

—¿Blake?

—No —dijo con calma.

Y no dijo quién.

Erkan se recostó contra una columna, con aire aburrido.

—¿Y si empujamos un poco? Hacer que todo se derrumbe antes de lo planeado.

—No todavía —intervino Kaito, esta vez con una firmeza helada—. Un derrumbe sin dirección es solo ruido.

Harrison lo observó con atención, como si lo evaluara por primera vez.

—¿Quién eres tú para dar el ritmo?

Kaito alzó la mirada. Por un instante, pareció más príncipe que todos los que había en esa sala. Y sin levantar la voz, dijo:

—No necesito decirlo. Solo escucharás cuando empiece.

Mientras tanto, Caleb había notado el cambio:

En Blake. En Nolan. En Eleanor. En Theodora.

Todo parecía igual, pero algo en el aire ya no encajaba. Como si una gran red invisible se hubiera soltado de una de sus esquinas y comenzara a deshilacharse lentamente.

Y lo peor de todo era saber que nadie parecía querer detenerlo.




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