Boarding School for Princes (internado para príncipes)

CAPÍTULO 10. Lo Que No Quema, Enfría.

La mañana llegó cargada de brisa. En Elysianek, eso significaba que las hojas susurraban antes de caer y que los pasillos se llenaban de estudiantes con capas delgadas, café entre las manos y ojos aún medio dormidos.

Theodora, sin embargo, se sentía despierta desde antes de que saliera el sol.

Se había encontrado con Laziel por casualidad al borde del jardín este, cerca de las fuentes silenciosas. Él entrenaba esgrima solo, como si estuviera danzando con alguien invisible.

—No sabía que vinieras a practicar tan temprano —dijo ella, rompiendo el momento.

Laziel bajó su espada de práctica y la saludó con una media sonrisa. Tenía ese tipo de presencia que parecía a medio camino entre melancólica y amable, como alguien que guardaba más silencios que secretos.

—No sabía que tú vinieras a mirar.

—Toco el piano aquí. O lo intento —dijo Theodora, señalando una sala abierta con paredes de cristal. Mintió. Pero sonó convincente.

Laziel se acercó, apoyándose en la baranda de piedra junto a ella. El sol apenas comenzaba a teñir su rostro.

—¿Quieres intentar la espada?

Ella arqueó una ceja.

—¿Crees que no sé?

—Creo que peleas solo cuando alguien te está mirando.

La frase la tocó. Porque era cierta. Porque muchas veces su fuerza se despertaba solo cuando tenía que probar que la tenía.

Así que aceptó.

En otra parte del internado, Eleanor caminaba junto a Ylva, pasando frente al pabellón principal donde los nobles de primer rango desayunaban. Iban tomadas del brazo. Iban visibles.

Y eso era el punto.

Ylva era afilada, elegante, sabía qué decir y cuándo hacerlo. Pero no preguntaba. No miraba con profundidad. No temblaba.

—Te queda bien el cabello recogido —dijo Ylva, mientras posaba una mano en su cintura.

Eleanor asintió. Sonrió, aunque la sonrisa era fingida.

Pero dentro de ella, todo parecía vacío.

Con Theodora, había existido ese algo que no se podía mostrar, precisamente porque era real. Con Ylva, todo era fachada, perfección posada, como una estatua en un museo.

En un descanso entre clases, mientras Ylva hablaba con un grupo de princesas del sur sobre fiestas privadas, Eleanor se quedó mirando hacia la ventana del ala norte.

Theodora pasaba junto a Laziel. Riendo.

Y algo, dentro de su pecho, dolió.
No por celos.
Por la certeza de que no podían volver a eso.

En la biblioteca central, donde la luz entraba como una marea tranquila, Blake hojeaba un libro de estrategia sin prestarle verdadera atención.

—¿Lo vas a leer o solo a mirar? —dijo una voz detrás de él.

Nolan.

Con su chaqueta ligeramente desarreglada y esa sonrisa que siempre parecía saber más de lo que decía.

Blake cerró el libro con una leve sonrisa.

—¿Y tú? ¿Vas a fingir que estudias o solo vienes a hacerte ver?

—Depende de quién esté mirando.

La conversación fue ligera al principio, hecha de sarcasmos suaves, chispazos cómplices, hasta que Nolan se sentó frente a él, con los codos sobre la mesa y esa intensidad en los ojos que desarmaba a cualquiera.

—¿Sabes qué es raro de ti, Blake? —dijo Nolan en voz baja—. Que pareces hecho para seguir reglas, pero estás lleno de ganas de romperlas.

Blake lo miró sin responder. Nolan no sonreía. Lo decía en serio.

Y entonces hubo ese momento.
Un instante donde las distancias se borraron.
Donde Blake pensó que podía acercarse.

Pero Nolan se levantó.

—Tengo que irme. Me espera Caleb.

El mundo volvió a enfriarse.

Blake solo asintió. Lo miró irse. Y por primera vez, le dolió. Porque pensó que lo había imaginado todo.
O peor: que Nolan sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Mientras tanto, Caleb sí esperaba. Sentado bajo uno de los robles del patio trasero, con una manta, dos termos de té y una libreta donde fingía escribir poesía.

Cuando Nolan llegó, sonrió.
Y Nolan también.

Caleb se aferró a esa sonrisa. La necesitaba. Tal vez porque en ella veía un escape. Tal vez porque siempre había temido que Blake nunca lo mirara como Nolan sí lo hacía ahora.

Y Nolan… Nolan jugaba a encajar.

—Pensé que no vendrías —dijo Caleb, tendiéndole un termo.

—Pensé lo mismo de ti.

Caleb quiso creer que eso era algo más. Quiso creer que no era simplemente la opción disponible.

Y Nolan, que sí lo sabía, no dijo nada.

Esa noche, en su habitación, Blake cerró el libro sin haber leído una sola página.
Miró la ventana.
Pensó en Caleb.
Pensó en Nolan.

Y supo que algo estaba rompiéndose.

Tal vez no de golpe.
Pero sin duda, con cada silencio.




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