El día comenzó con un cielo gris plomizo, como si el internado mismo presintiera que algo estaba por romperse.
Theodora ya no podía ignorarlo.
Llevaba días observando a Laziel alejarse, encerrarse, evitar sus ojos. Lo había dejado pasar porque creía que era una cuestión personal, pero aquella noche en los jardines… fue diferente. Él la evitó con miedo.
Eso solo podía significar una cosa: estaba escondiendo algo.
Lo encontró al final del ala este, en una sala poco transitada que solía usarse para estudios privados de heráldica. Laziel hojeaba un volumen grueso con hojas amarillentas, y no notó su presencia hasta que Theodora habló:
—¿Qué estás buscando?
Laziel cerró el libro con lentitud, sin levantar la mirada.
—No es tu asunto, Theodora.
—¿De verdad me estás diciendo eso a mí?
Theodora dio un paso más, los ojos fijos en los suyos.
—He sido tu amiga desde antes de que supieras cómo sujetar una copa con gracia. He cubierto tus escapadas. He callado tus miedos. ¿Y ahora resulta que estás jugando al espía entre los pasillos?
—No estoy jugando —dijo él, finalmente levantando la vista—. Estoy tratando de mantenerte a salvo.
—¿De qué?
Laziel dudó. Tragó saliva.
—De algo que aún no sé nombrar del todo.
Theodora cruzó los brazos, tensa.
—¿Esto tiene que ver con Nolan?
Él no respondió.
—¿Estás celoso de él? —insistió—. ¿Eso es todo esto? ¿Vigilas a Nolan porque estás enamorado de Caleb?
Laziel negó con la cabeza, exasperado.
—No es celos. Es lógica. Y hay algo en su expediente que no cuadra. Su admisión es falsa, Theodora.
—¿Y qué si lo es? —espetó ella—. ¿Quién no oculta cosas aquí?
—¿Porqué dices que y qué si lo es? ¿Acaso te da igual? Y ni si quiera entiendes —dijo él en voz baja—. No es solo un secreto personal. Hay nombres… cosas enterradas.
—¿Qué nombres?
Laziel dudó… pero entonces abrió su carpeta y le mostró una hoja parcialmente quemada, cuidadosamente reconstruida a partir de fragmentos que había encontrado en los residuos de correspondencia de la administración.
Había tres nombres escritos con letra firme:
Deus.
Kaito.
Eleanor.
Theodora se quedó sin palabras.
—¿Por qué están juntos? —susurró— ¿Qué relación tienen?
Laziel la miró con una expresión grave.
—Eso es lo que quiero averiguar antes de que alguien lo haga por mí.
Mientras tanto, en una sala profunda bajo la biblioteca principal, Harrison, Erkan y Deus estaban reunidos.
No se trataba de una charla casual. El mapa extendido sobre la mesa mostraba planos del internado, zonas de vigilancia mágica y rutas de acceso prohibidas.
—Nolan ya ha sembrado la grieta —dijo Erkan, sonriendo mientras giraba una daga entre los dedos—. Caleb ha mordido el anzuelo.
—Y Blake empieza a tambalear —añadió Harrison—. Perfecto.
Deus, que había permanecido en silencio, colocó sobre la mesa un pequeño relicario de plata. Lo abrió. Dentro, había una porción calcinada del mismo papel que Laziel había reconstruido.
—El resto del mensaje hablaba de un "acto decisivo" —murmuró haciendo comillas con los dedos—. Y Kaito está listo para dirigirlo.
—¿Y Theodora? —preguntó Harrison—. Sigue demasiado cerca de Laziel.
—No por mucho tiempo —respondió Deus—. Kaito se encargará de que se distraiga. Ya ha empezado a plantar semillas.
En otro ala del internado, Kaito observaba desde una ventana del tercer piso. Nadie sabía que estaba ahí. Nadie sabía que ya lo había estado antes de que muchos de ellos nacieran siquiera.
En su mano, tenía un espejo de mano antiguo, sin reflejo.
En el cristal aparecían imágenes distorsionadas, borrosas…
Caleb y Nolan, tomados de la mano.
Blake, solo, escribiendo en su habitación.
Theodora, enfrentando a Laziel.
Un nombre tachado: Eleanor.
—Todo se encamina —susurró—. Y los peones creen que mueven sus propias piezas.
Cerró el espejo.
Y todo volvió al silencio.
En la habitación de Caleb, la película aún estaba encendida, pero ahora corría sola.
Nolan dormía apoyado sobre su pecho.
Caleb no dormía.
Miraba el techo, con la respiración contenida.
Porque parte de él aún pensaba en Blake.
En cómo nunca le había dado una despedida real.
En cómo Nolan lo llenaba de emoción… pero Blake, de paz.
Y no sabía cuál de los dos lo hacía más él.