A partir del cuarto día desde que entró en la Cámara de Piedra, Blake ya no era visto como un simple príncipe solitario.
Ahora, era una pieza más en el tablero de los que hablaban en voz baja y sabían demasiado.
Se sentaba con ellos. Escuchaba. Preguntaba poco, pero entendía cada vez más.
Y aunque su interior peleaba por mantenerse firme, los argumentos de Deus, las medias verdades de Harrison, las provocaciones de Erkan, y las manipulaciones suaves de Kaito, comenzaban a moldear su visión.
—No todo lo que se pudre emite olor —decía Kaito.
Ese día, le mostraron más.
No solo el expediente de Nolan, sino fotos. Registros de entradas al internado. Transferencias de dinero. Rostros desconocidos. Códigos.
Blake no podía confirmar nada. Pero las piezas empezaban a encajar de formas siniestras.
—¿Y Caleb? —preguntó, finalmente—. Si Nolan no es quien dice ser… ¿lo está usando?
—¿O simplemente necesita estar cerca? —dijo Harrison, con una sonrisa de veneno—. El amor puede ser una distracción. O un escudo.
Kaito se acercó.
—Debes decidir si estás dispuesto a ver lo que hay detrás… aunque te duela.
Blake no respondió. Pero la mirada en sus ojos ya no era la misma que días atrás.
Al otro lado del internado, en una sala poco transitada del ala este, Theodora y Laziel extendían papeles sobre una mesa.
Llevaban días cruzando nombres, fragmentos, voces perdidas y rumores.
Tres nombres encontrados entre las cenizas del papel quemado. Tres sombras en un reino de apariencias.
—Estos nombres están conectados a registros sellados hace una década —dijo Laziel—. Todos estaban vinculados con movimientos internos… y luego desaparecieron.
Literalmente. Borrados.
—¿Estudiantes?
—O profesores. O infiltrados.
Theodora se cruzó de brazos.
—¿Y si estos nombres no eran personas?
—¿Qué crees que son?
Ella miró las hojas. Los patrones.
—¿Y si eran claves?
En la torre de observación, Eleanor veía el internado desde arriba, con la mirada fija en el patio.
La vio. A Theodora caminando con Laziel.
Y sonrió. Con una mezcla de tristeza… y resignación.
—Ya no sabes quién soy —susurró—. Y eso es justo como debe ser.