El cielo gris no había cambiado en días, como si Elysianek se negase a permitir que el sol viera lo que ocurría dentro de sus muros.
Caleb se despertó más temprano de lo habitual.
No por clases, ni por Nolan.
Por una ansiedad tibia que no lograba explicar.
Desde la noche anterior, después de abrazar a Blake, algo se había removido dentro de él. Algo familiar, más honesto.
Salió de su cuarto con los mismos pasos con los que solía buscar a Nolan.
Pero esta vez, buscaba a Blake.
Lo encontró en el balcón norte, tomando té solo, sin compañía de los otros príncipes. La niebla le cubría los hombros como una capa de melancolía.
—¿Puedo quedarme? —preguntó Caleb.
Blake no respondió al instante, pero le ofreció la taza que tenía entre las manos.
—Claro.
Se sentaron en silencio. El vapor del té subía entre ellos como si sellara una tregua.
—Anoche… no quería soltarte —dijo Blake al fin.
Caleb giró la cabeza, sorprendido por la honestidad.
—Yo tampoco quería irme —admitió.
Blake lo miró con esa mezcla de duda y resignación que llevaba en el rostro desde hacía semanas.
—¿Estás bien con él?
Caleb tardó en responder. Demasiado.
—Creo que no...
El silencio volvió. Pero era más cómodo ahora.
Hasta que Blake, sin aviso, tomó su mano sobre la mesa de piedra.
—No necesitas decidir nada hoy —le dijo—. Solo… quédate.
Y Caleb se quedó.
Theodora deslizaba las páginas de su cuaderno con rapidez, sentada frente a Laziel, Illya y Arden. Esta vez habían conseguido acceso al archivo subterráneo del internado, donde estaban guardados los documentos que hablaban del origen de la construcción de Elysianek.
—Cada habitación tiene un escondite, sí… pero hay algo más —dijo Illya.
—¿El código? —preguntó Arden.
—No solo eso. Hay una ruta subterránea conectando habitaciones selectas. Es probable que alguien la esté usando para moverse sin ser visto.
Theodora se inclinó hacia adelante.
—Entonces Nolan… podría estar usando esa ruta.
—O alguien más —añadió Laziel—. Alguien que lo está ayudando. O vigilando.
Una nueva página cayó sobre la mesa: una lista con nombres de alumnos antiguos. Junto a uno de ellos… el apellido de Nolan.
Solo que no como príncipe.
Sino como sirviente de un noble caído en desgracia.
Theodora apretó los labios.
—Ya no queda ninguna duda. Solo nos falta probarlo.
En el ala este, Eleanor se sentía atrapada entre palabras no dichas.
Su novia, Ylba, hablaba animadamente con un grupo de estudiantes. Ni una sola mirada había dirigido a Eleanor en toda la tarde.
Y Eleanor, sentada junto a ella, se sentía más sola que nunca.
Se levantó sin decir palabra y caminó por el jardín interior, donde la lluvia resbalaba entre los cristales altos.
Pensaba en Theodora.
En cómo la había mirado una vez en el pasillo. En cómo, por un segundo, creyó que podían arreglarse.
Pero no sabía si aún era posible.
En la sala común vacía, Nolan abría una pequeña caja. Dentro estaba lo que quedaba del fragmento de la llave: solo una parte, la que le quedaba tras habérsela quitado a Caleb en su momento.
Cerró la caja rápidamente al oír un ruido.
No había nadie.
Pero olvidó algo: dejó la caja mal cerrada.
Cuando se fue, el leve resplandor del metal podía verse por la rendija.
Y alguien… lo vio.
Desde una sombra en el corredor, Illya tomó nota en su cuaderno.
La tarde se volvió noche.
Caleb no regresó a la habitación que compartía con Nolan.
Y Nolan no preguntó.
Pero su expresión había cambiado. Por primera vez, una grieta visible. Una ansiedad creciente.
Como si todo comenzara a derrumbarse… demasiado pronto.