Las sombras del internado Elysianek parecían estirarse más largas esa noche. Como si algo viejo, algo dormido, se empezara a agitar bajo los cimientos de piedra. Las paredes habían visto demasiados secretos, y ya no querían callar.
Eleanor caminaba por el jardín sur, sola, los dedos temblorosos sobre su pulsera, esa que Ylba le había regalado, que ahora le pesaba como si estuviera hecha de plomo.
La había dejado. O más bien, se había ido de una relación vacía, montada para aparentar. Pero cuando buscó a Theodora, la única persona con quien realmente había tenido algo real, no fue recibida con los brazos abiertos.
Theodora ni siquiera la miró cuando pasó por el salón de arte, donde trabajaba con Laziel, ambos encorvados sobre viejos papeles, tinta invisible y mapas quemados en los bordes.
Eleanor tragó saliva, acercándose.
—Thea necesito hablar contigo. Por favor.
Theodora levantó la mirada. La expresión dura.
—¿Ahora quieres hablar?
Eleanor bajó la mirada.
—No quiero perderte.
—Ya me perdiste. Pero si quieres ayudar, demuestra que sirves para algo más que para decir lo que la corte quiere oír.
Eleanor no respondió. Pero se quedó.
Se sentó a su lado.
Y por primera vez en semanas… escuchó.
Mientras tanto, Caleb estaba con Blake en el patio de entrenamiento, donde el príncipe practicaba solo bajo la luz tenue de las farolas.
—Te vi esperándome —dijo Caleb.
Blake no se detuvo.
—No suelo rendirme en las cosas que valen la pena.
—¿Y yo… valgo la pena?
El golpe de la espada de práctica se detuvo contra el maniquí. Blake se giró.
—Antes no lo sabía. Ahora empiezo a pensarlo.
Caleb sonrió apenas, cansado pero sincero.
—Te necesito cerca, Blake. No solo por Nolan.
Blake caminó hacia él.
—Estoy aquí. Pero no me mientas otra vez.
—No lo haré —prometió Caleb.
En la habitación de Caleb, sin embargo, el caos se abría paso.
La puerta fue forzada desde dentro, con una llave falsa.
Harrison, Erkan y Deus entraron sin hacer ruido. Kaito los esperaba ya adentro.
Había logrado infiltrar una copia del patrón del candado tras semanas.
—Registrad todo —ordenó Kaito en voz baja—. Si Caleb tuvo la otra mitad de la llave, tiene que haber dejado rastros.
Erkan removió las tablas del suelo. Harrison golpeó el marco de la ventana. Deus buscó entre los libros y cojines.
Kaito, en cambio, se detuvo frente al espejo. Tocó el marco. No por intuición, sino por cálculo.
Presionó un punto en la madera tallada.
Un pequeño clic.
El espejo se deslizó apenas. Y detrás: una ranura vacía.
—Llegamos tarde —susurró Kaito—. Alguien lo encontró antes.
—¿Blake? —preguntó Harrison.
—O Caleb. O ambos. Da igual.
Sabemos que la mitad de la llave ya no está aquí.
Deus cerró el espejo y suspiró.
—¿Y ahora qué?
Kaito sonrió, oscuro.
—Ahora esperamos que bajen la guardia.
A kilómetros de ahí, en la Sala de Documentos Viejos, Theodora extendía la copia restaurada de un diario quemado. Laziel la observaba con atención.
—Estos nombres —murmuró Theodora—. Eleanor, sí. Pero también… alguien más.
Señaló un símbolo junto al nombre Kaito.
—No fue siempre un príncipe.
Laziel frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque esto no es un apellido. Es una firma de organización. Una hermandad rota.
—¿Estás diciendo que Kaito vino aquí infiltrado?
Theodora levantó la vista, seria.
—Estoy diciendo que nunca debió estar aquí. Y que alguien lo ayudó a entrar.
—¿Nolan?
—Aún no lo sé.
Pero sí sabía algo: si seguían cavando, terminarían en algo más profundo de lo que Elysianek había visto en generaciones.
Caleb y Blake caminaban juntos de regreso al ala sur. La noche era fresca, pero sus pasos eran lentos, sin prisa. A veces, la paz no se da con el silencio, sino con la presencia.
—¿Crees que podamos reparar lo que rompí? —preguntó Caleb.
—No todo se repara —dijo Blake—. Pero algunas cosas evolucionan. Se vuelven diferentes. Mejores.
Y aunque la habitación de Caleb había sido saqueada esa noche, lo más importante ya no estaba ahí.
Estaba en su decisión de mirar hacia adelante.