Boarding School for Princes (internado para príncipes)

CAPÍTULO 30. La Puerta Se Abre.

La llave, ahora completa, era más que un objeto. Tenía peso, historia, y quizás, voluntad. En el centro del círculo, todos estaban presentes. A pesar de sus diferencias, de las rupturas, de las traiciones, se encontraban de pie ante lo que parecía ser el núcleo del misterio: una gran puerta tallada en piedra antigua, rodeada de símbolos y runas olvidadas.

El aire olía a polvo y a magia estancada.

Caleb sostenía la llave con manos temblorosas. Blake estaba a su lado, atento, tenso. A unos pasos, Kaito mantenía la espalda recta, aunque su mirada recorría cada detalle con una mezcla de respeto y recelo. Theodora, Laziel, Erkan, Harrison, Deus, y hasta Eleanor, mantenían la distancia adecuada, expectantes.

—Si lo hacemos, no será por mí. Será por lo que todos necesitamos saber —dijo Caleb.

Theodora asintió lentamente, sus ojos centelleando.

—Por lo que nos han quitado.

Kaito ladeó la cabeza.

—Y lo que aún podría ser arrebatado.

Una sombra cruzó por los ojos de Eleanor. Bajó la mirada. Aunque deseaba hablar, acercarse a Theodora, sabía que no era el momento. No después de todo lo que había hecho. Ya no era parte de nadie.

Caleb introdujo la llave.

El clic resonó como un trueno en la cámara.

Las runas comenzaron a encenderse una a una, trazando un circuito de luz dorada. El suelo vibró bajo sus pies. La puerta, imponente, no se abrió como una hoja normal. Se disolvió, reduciéndose en partículas de polvo que danzaban como cenizas en el aire. Una ráfaga de viento antiguo salió de las profundidades, y el pasadizo oscuro se reveló ante ellos.

—No hay vuelta atrás —susurró Blake.

—Nunca la hubo —respondió Caleb.

El descenso fue lento, más por precaución que por dificultad. Las escaleras eran de piedra lisa, pero algunas crujían como si fueran huesos. Cada paso resonaba como un eco en un mundo olvidado. En las paredes, inscripciones antiguas. Algunos reconocibles, otros pertenecientes a lenguas que ni siquiera Kaito podía nombrar del todo.

—Esto fue sellado mucho antes de que existiera el internado —comentó Harrison, susurrando.

—Tal vez antes de que existieran los reinos —añadió Deus.

Theodora se detuvo ante una de las marcas.

—Este símbolo es... idéntico al que encontramos en el diario.

—Y también en la frente de la estatua oculta bajo la fuente —añadió Laziel.

—¿Qué tipo de lugar es este? —preguntó Erkan.

Kaito no respondió. Pero su silencio pesaba.

Al llegar al final, encontraron una caverna circular iluminada por cristales naturales que brillaban con una luz suave. En el centro, sobre un pedestal de mármol negro, una esfera metálica flotaba, suspendida en un campo de energía apenas perceptible.

Tres marcas giraban a su alrededor: los mismos tres nombres borrados del papel quemado.

Todos se quedaron en silencio.

—Aquí es —dijo Blake, casi con reverencia.

Caleb se acercó. Su mano rozó la superficie flotante de la esfera. Esta tembló, como si despertara.

Y entonces, la voz.

No venía de un lugar físico. Resonaba dentro de todos, al unísono, como un pensamiento sembrado con violencia.

—Solo los herederos conocerán el origen. Solo los traidores liberarán la verdad. Preparad vuestras memorias. El juicio comienza.

Un destello. Un pulso. Una presión sobre el pecho. Uno a uno, todos cayeron al suelo. No fue un desmayo. Fue como si sus mentes se hubieran extraído temporalmente de sus cuerpos.

Cuando abrieron los ojos... la caverna era la misma.

Pero la esfera ya no estaba.

En su lugar, una figura encapuchada yacía sobre el suelo de mármol, inconsciente.

—¿Es Nolan? —susurró Blake.

Caleb se acercó y le quitó la capucha.

No. No era Nolan.

Era un joven más alto, con una cicatriz en la mejilla, y una insignia en el cuello: el escudo real de una familia supuestamente extinguida hace generaciones.

—Ese es Ian Ralvek —dijo Theodora en shock.

—¿El príncipe que murió en la guerra del Este? —murmuró Deus.

Kaito apretó los labios. Cerró los ojos.

—Él no murió. Fue ocultado.

Arriba, en la superficie, Nolan corría por los pasillos del internado, herido, jadeando, dejando manchas de sangre sobre el mármol. Ya sabía lo que había pasado. Había sentido el eco en su interior.

—No debí dejar que lo encontraran —susurraba entre dientes—. No debí confiar en nadie.

Pero ya era tarde.

La esfera había sido activada.

Los secretos estaban sueltos.

Y cada uno de ellos tenía ahora un precio que pagar.




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