La noche en Elysianek había caído como un velo más espeso de lo habitual. Afuera, las nubes ocultaban la luna, y el silencio pesaba como una promesa de caos contenido. Dentro de los muros del antiguo internado, cada rincón parecía susurrar secretos que querían salir a la superficie.
Nolan caminaba solo por el ala más antigua del edificio. Nadie lo había visto en horas. Sus pasos resonaban entre las paredes agrietadas de piedra, guiándolo hacia una sala olvidada: el salón de los espejos. Era un sitio vetado, sellado por el tiempo y los temores del pasado. Pero Nolan sabía exactamente a dónde iba.
Empujó la puerta con fuerza. Crujió, oxidada, como si protestara por abrirse.
En el centro del salón, un único espejo permanecía de pie. Alto, oscuro, con el marco cubierto de símbolos antiguos. El cristal reflejaba más que imágenes. Reflejaba verdades.
Cuando Nolan se acercó, el reflejo no lo imitó. No era él… o no del todo. Era una versión anterior. Más joven, más asustada, más cruel.
—¿Por qué volviste aquí? —le preguntó su reflejo, con una voz hueca—. Tú elegiste traicionar.
—Porque tenía que hacerlo —respondió Nolan con los puños apretados—. Si no lo hacía yo, alguien peor lo haría. La llave no era solo una herramienta. Era un ancla.
La imagen en el espejo rió con amargura.
—Eres débil. Fingiste amar, fingiste proteger, y al final solo robaste.
Nolan dio un paso atrás. Por primera vez en mucho tiempo, sintió miedo. Pero también claridad.
—No vine a justificarme. Vine a recordar lo que está en juego. Y a terminar lo que tú empezaste.
Mientras tanto, en la cripta bajo la torre oeste, Ian Ralvek dormitaba, aún débil tras haber despertado. Pero su mente vagaba entre los velos del pasado. Un recuerdo emergía como un eco antiguo:
Una sala llena de luz, los príncipes y herederos de distintas casas reunidos. Ian, joven, de mirada clara, observaba a un hombre encapuchado, el mismo rostro que los jóvenes hoy temían, extendiéndole una reliquia.
—Tú llevarás la llave espiritual —le decía—. No para abrir… sino para sellar.
Ian aceptó, ignorante del precio.
A su lado, un chico de cabello blanco y sonrisa cortada, observaba. Kaito.
—¿Lo harás, Ian? —le preguntó—. ¿Lo harás por el equilibrio o por ti mismo?
En el presente, Theodora, Luzian, Caleb, Blake, Eleanor, Erkan, Deus, Harrison y, sorprendentemente, Kaito, se reunían una vez más en el salón oculto bajo el invernadero. Todos estaban tensos, sabiendo que se acercaba un punto de no retorno.
—Nolan no está actuando solo —afirmó Theodora, mirando los papeles extendidos sobre la mesa—. Esto comenzó mucho antes que nosotros llegáramos a Elysianek.
—¿Y si no es él el enemigo? —soltó Blake, atrayendo miradas—. ¿Y si está intentando evitar algo peor?
Kaito sonrió desde la sombra de la sala.
—¿Por qué crees que vine? Lo que se aproxima no tiene bando. Solo exige sacrificios.
Caleb, sentado cerca de Blake, no dijo nada, pero su mirada lo decía todo. Estaba empezando a creerle. Y, peor aún, empezaba a temer por lo que Nolan podría estar enfrentando solo.
En una sala anexa, Eleanor permanecía apartada. Nadie se le acercaba. Y aunque quería correr hacia Theodora, algo dentro de ella no la dejaba. El orgullo. El dolor. La certeza de haber perdido algo que no entendía hasta que ya no estaba.
Miró por la ventana. El cielo estaba rojizo, como si algo se aproximara desde más allá de los muros de la realidad.
Esa noche, en una torre olvidada, un antiguo mecanismo comenzó a girar por sí solo. Un artefacto perdido, oculto por generaciones, comenzaba a reaccionar al eco de las llaves reunidas y a los nombres que ya habían sido pronunciados.
Los pasos hacia la verdad ya estaban dados. Y el silencio antes de la tormenta parecía infinito.