El amanecer cayó sobre Elysianek como una promesa rota.
Los árboles del bosque este se mecían con un rumor antiguo, como si la tierra misma recordara lo que estaba a punto de despertar. El grupo avanzaba en silencio, liderados por Theodora, el mapa en sus manos brillando con reflejos rojos por una pequeña luz.
Caleb caminaba lentamente, apoyado en Blake, su tobillo aún resentido. No había querido quedarse atrás. No esta vez.
Ian Ralvek iba al frente, su expresión tensa, los ojos clavados en el sendero que conducía a una antigua capilla en ruinas: el Relicario de Myras.
—Aquí fue donde todo comenzó —murmuró Ian.
—Y donde puede terminar —añadió Erkan, su voz baja pero firme.
Los muros del relicario estaban cubiertos de musgo y símbolos erosionados. Era como si el tiempo mismo hubiera tratado de ocultarlo. Pero nada podía detener la fuerza de lo inevitable.
Kaito se detuvo ante la gran puerta de piedra.
—No se abrirá sola.
Fue Blake quien se acercó, aún cargando el peso de Caleb, quien ahora se mantenía en pie como podía.
—¿La llave? —preguntó Blake.
Theodora sacó las piezas combinadas. Un mecanismo antiguo, compuesto de obsidiana, latón y algo que parecía hueso.
La introdujo en la cerradura. Giró.
Un sonido de engranajes resonó en la quietud.
Y entonces, la puerta del relicario se abrió.
Dentro, el aire olía a polvo. Velas apagadas hacía siglos se alineaban a lo largo de los muros. Un altar de piedra negra dominaba la sala central, cubierto de inscripciones en una lengua olvidada.
En el centro del altar: el artefacto.
Parecía una esfera flotante compuesta de anillos giratorios, con una luz pálida pulsando desde dentro, como si tuviera un corazón propio.
Nadie habló. Todos se acercaron lentamente.
Ian fue el primero en pronunciar algo:
—Este es el núcleo. El sello que me mantuvo atrapado... y que sostiene algo más.
—¿Qué sostiene? —preguntó Eleanor, apenas susurrando.
Ian alzó la mirada.
—La memoria de todos los sacrificios. Los nombres que borraron. Las mentiras que protegieron este lugar.
Blake sintió un escalofrío recorrerle la columna. Y entonces lo supo: ese artefacto no era un arma. Era un espejo. Un juicio.
—¿Podemos usarlo para arreglar esto? —preguntó Caleb, su voz temblando por el peso de la esperanza.
Kaito se acercó con pasos lentos, mirando el núcleo como quien observa algo que temió toda su vida.
—Solo si estamos dispuestos a pagar el precio.
Theodora frunció el ceño.
—¿Cuál es?
Kaito no respondió. Ian sí.
—Verdad.
En los muros del relicario, símbolos comenzaron a brillar. Ecos del pasado se proyectaban en la piedra como sombras en movimiento.
Una figura encapuchada entregando la llave a un niño.
Una traición bajo el salón de espejos.
Nolan, siendo elegido por alguien invisible, apenas un peón de algo más grande.
Todos lo vieron. Todos lo entendieron.
Y cuando la visión cesó, el artefacto quedó suspendido, palpitando, esperando una decisión.
Caleb cayó de rodillas, agotado. Blake lo sujetó antes de que tocara el suelo, lo abrazó con fuerza sin decir palabra.
—No lo vamos a perder otra vez —susurró Blake, tan bajo que solo Caleb lo escuchó.
Y Caleb, por primera vez en semanas, asintió.
Sabía que ahora ya no estaban solos.
Fuera del relicario, el cielo comenzaba a ennegrecerse. No por tormenta, sino por algo que se acercaba. Algo que el núcleo había despertado.
Y en el eco de esa energía, una voz que nadie esperaba escuchar.
—Todavía queda una pieza que no han mirado.
Era Nolan, atado en la distancia. Pero su mirada… no era de súplica.
Era de advertencia.