Las noches en Elysianek ya no eran tan tranquilas. A pesar de la quietud superficial, de la brisa que arrastraba hojas por los pasillos del claustro, el silencio era espeso. Algo flotaba en el ambiente, algo que todos sentían pero aún no podían nombrar. Como una cuerda tirante al borde del rompimiento.
Kaito.
Era su nombre el que comenzaba a repetirse en susurros. En miradas incómodas. En documentos que, poco a poco, empezaban a formar un patrón.
En la sala de estrategia improvisada del ala este, Theodora, Luzian, Blake, Caleb, Erkan, Harrison, Eleanor y Deus estaban reunidos frente a una pizarra cubierta de mapas, hilos y notas codificadas. El nombre de Kaito estaba rodeado de interrogaciones, tachaduras y marcas rojas.
—No tiene registros anteriores a su llegada —dijo Eleanor, cruzando los brazos—. Lo que significa que pudo haber asumido otra identidad antes.
—Y estaba presente en cada momento clave —añadió Theodora—. En el despertar de Ian, en la caída de Nolan, incluso durante la recuperación del núcleo.
Luzian se acercó a la mesa donde estaba un libro semi quemado que habían rescatado de los pasadizos.
—Y ahora esto —dijo, extendiendo una carta que había sobrevivido el fuego por milímetros—. Cifrada. Lo curioso es el símbolo al pie: no es de Elysianek.
—¿Entonces de dónde? —preguntó Caleb.
—De una orden desaparecida hace más de cincuenta años. La misma que selló a Ian Ralvek —respondió Blake, sombrío—. Lo que significa que Kaito no solo sabía del núcleo, sabía cómo llegar a él.
Hubo un silencio tenso.
—¿Y si es otro agente infiltrado? —preguntó Erkan.
—Peor aún —murmuró Deus—. ¿Y si fue el verdadero cerebro detrás de todo?
Más tarde esa noche, Blake acompañó a Caleb a una de las salas vacías del ala norte.
—Deberías descansar —dijo Blake, quitándole el abrigo con cuidado.
—No puedo. Si paramos ahora, él gana.
Blake se agachó junto a él, y con manos delicadas, limpió la herida antes de volver a envolverla con un vendaje limpio.
—A veces pelear también es saber cuándo dejarte ayudar.
Caleb lo miró. Sus rostros estaban cerca. Muy cerca.
—No sé qué habría hecho sin ti, Blake.
—Ni yo sin ti —susurró él.
Sus ojos se encontraron por un momento eterno. Todo parecía alinearse: los suspiros, los temblores, las palabras no dichas.
Se inclinaron lentamente, como si la distancia entre ellos estuviera por romperse.
Y justo entonces, la puerta se abrió de golpe.
—¡Han descubierto algo! —gritó Eleanor desde el pasillo.
Ambos se separaron bruscamente, ruborizados. Blake fue el primero en reaccionar.
—Vamos.
En la biblioteca oculta, Eleanor desplegó unos papeles amarillentos rescatados de los archivos secretos del rector. Junto a ella, Harrison sostenía una linterna temblorosa.
—Esta carta fue enviada desde otro internado antes de que este fuera fundado —explicó ella—. Habla de un “hombre sin sombra”, de alguien que podía cruzar barreras sin ser visto.
—El remitente era un tal L —agregó Harrison.
Theodora levantó la mirada.
—L. Kaien. El fundador... del linaje de Kaito.
Todos miraron el nombre subrayado. La sangre de Kaito venía de una línea que no solo conocía Elysianek: la había manipulado desde antes de su creación.
Esa noche, mientras los demás descansaban, Eleanor y Harrison salieron a caminar por los jardines traseros.
El cielo estaba despejado, y la luna llena iluminaba los árboles plateados. El silencio no pesaba entre ellos. Era cómodo. Cómplice.
—¿Cómo estás? —preguntó Harrison, rompiendo el silencio.
—Cansada. Pero... no solo por lo que pasa. Cansada de fingir que no siento nada.
Harrison se detuvo. Eleanor también.
—No tienes que fingir conmigo.
Ella lo miró. Su expresión se suavizó.
—¿Y tú? ¿También has estado fingiendo?
—Desde hace semanas —dijo él con voz baja, sincera—. Porque no quería distraerte. Porque siempre te vi más fuerte que yo. Pero cada vez que te ibas con los demás, cada vez que desaparecías por horas sin decir nada, me dolía. No por miedo. Por cariño.
Eleanor entrelazó sus dedos con los de él. Sus manos encajaban con una naturalidad que dolía.
—Lo siento —susurró ella.
—¿Por qué?
—Por no haberlo visto antes.
Y con esa confesión, siguieron caminando bajo la luna, sus manos juntas, sus pasos sincronizados. El mundo podía estarse derrumbando, pero por un instante, había paz.
En los tejados, Kaito observaba la noche.
Desde su abrigo sacó un pequeño objeto: una insignia dorada, símbolo de una orden olvidada. La sostuvo bajo la luz lunar. Sus labios se curvaron en una sonrisa mínima, casi invisible.
—Ya casi.
Sus ojos bajaron al internado, como si supiera que, al otro lado del muro, alguien había encontrado su secreto.