Los días después de Elysianek eran distintos. Más suaves. Más reales.
Caleb nunca pensó que lo cotidiano pudiera ser tan preciado. Después de tantas noches sin dormir, sintiendo que una amenaza invisible rozaba su espalda, caminar junto a Blake por una ciudad cualquiera, sin torres antiguas ni susurros de portales secretos, era una forma nueva de respirar.
Vivían juntos en un pequeño departamento en la parte más tranquila de la ciudad de Aerenport. No tanto lujo, el departamento tenía una luz natural, una estantería llena de libros y plantas que Blake se empeñaba en mantener vivas a pesar de los pesares... Caleb decía que las plantas no lo toleraban, Blake respondía que eran solo tímidas.
Por primera vez, podían elegir lo que querían hacer con sus días.
Blake había conseguido un trabajo como investigador en el archivo histórico mágico del consejo de vigilancia. Pasaba horas entre documentos sellados, analizando lo que otros habían ocultado por miedo o vergüenza. No era adrenalina como en Elysianek, pero le daba paz. Y propósito.
Caleb, en cambio, comenzó a dar clases. Nunca pensó que fuera bueno para enseñar, pero los más jóvenes lo escuchaban como si sus palabras fueran polvo de estrellas. Contaba historias de lo vivido sin necesidad de decirlo todo. Usaba la memoria como puente, no como cárcel.
Por las tardes, salían a caminar por el río.
—¿Te arrepientes de todo lo que pasó? —le preguntó Blake una vez, mientras la brisa les enredaba el cabello.
Caleb no contestó de inmediato. Miró el reflejo de las farolas en el agua, pensativo.
—No —dijo al fin—. Me rompió. Pero me reconstruyó contigo.
Blake no dijo nada. Solo se detuvo, lo tomó del rostro y lo besó como si el mundo no los estuviera mirando. Porque, al fin y al cabo, ya no tenían que esconderse.
Las noches eran tranquilas. Leían. A veces veían películas antiguas. Blake cocinaba para Caleb muchas de las veces. Y ya lo importante era que estaban vivos. Juntos.
Y cuando alguno tenía pesadillas, el otro estaba allí.
Cuando las marcas del pasado ardían, bastaba una mirada para calmar la tormenta.
En la repisa, descansaban dos objetos, un fragmento de la llave antigua y un trozo de un pergamino con una palabra apenas legible: “núcleo”.
No los habían tirado. No porque quisieran recordar el dolor, sino porque también querían recordar que sobrevivieron.
Y que se eligieron, incluso en medio de lo imposible.