Después del final, Theodora pensó que la vida le exigiría aprender a existir en la calma.
Y tenía razón.
La quietud no era fácil cuando uno había vivido entre enigmas, traiciones, conspiraciones reales y puertas que susurraban desde dimensiones ocultas. Para ella, el silencio no era paz, sino un nuevo lenguaje.
Pero Luzian, con su presencia suave y constante, le enseñó a escucharlo.
Se mudaron a una ciudad al borde de los acantilados del sur, donde el mar parecía hablar en código morse contra las rocas. Allí, entre viento salado y cielos nublados, encontraron su propio refugio.
Theodora abrió una pequeña galería en el centro del pueblo. Su arte, aunque más abstracto, seguía hablando de cosas que no podían decirse con palabras: fragmentos del otro lado, trazos con formas de llaves, rostros que no todos reconocían. Algunos clientes decían que sus cuadros parecían mirarlos de vuelta.
Luzian, en cambio, se convirtió en sanador. No un sanador cualquiera: combinaba métodos antiguos con lo aprendido en Elysianek. La gente del pueblo no sabía que Luzian había sobrevivido a cosas que ni en leyendas se contaban… pero confiaban en él como si lo supieran de alguna forma.
Compartían una casa de piedra, con ventanas grandes y cortinas que Theodora insistía en dejar abiertas incluso en los días fríos.
Cada mañana tomaban café en silencio. No porque no tuvieran nada que decir, sino porque ya se lo habían dicho todo en medio del caos. Ahora, cada mirada era una promesa renovada.
Una tarde, mientras arreglaban el viejo reloj de péndulo que Luzian se había empeñado en restaurar, Theodora dijo:
—¿Sabes? Creo que solo después de sobrevivir a todo aquello pude entender lo que era amar de verdad.
Luzian, cubierto de polvo y sonriendo, solo respondió:
—Y yo entendí lo que era quedarse.
No hablaban mucho del pasado. Pero a veces, en la noche, mientras las olas golpeaban allá abajo, Theodora sacaba una vieja caja.
Dentro, un solo objeto: un fragmento de cristal oscuro. El recuerdo de una sala perdida, de decisiones que habían cambiado el curso de la historia.
Theodora lo observaba en silencio y luego lo volvía a guardar.
—Nunca dejamos de ser parte de algo mayor —susurraba ella.
—Pero al menos ahora sabemos quiénes somos —respondía Luzian.
Y volvían al presente, donde la única conspiración era decidir si cocinar o pedir comida.
Donde el amor no era una batalla, sino una forma de volver a casa.