Capítulo 4
Emilia
La mañana estaba tibia y tranquila, como si el mundo se hubiera olvidado por un momento de la oscuridad en la que me encontraba.
Caminaba lentamente por los jardines de la casa Manfredi, sintiendo el crujir leve de la grava bajo mis sandalias. El aroma de las bugambilias flotaba en el aire, mezclado con el de los rosales perfectamente podados. Un lugar hermoso… pero tan ajeno como una pintura en un museo. Pertenecía a otro mundo, no al mío.
Me detuve un momento bajo la sombra de una higuera. Cerré los ojos y respiré hondo. Era el primer momento de paz en días.
—¡Emilia!
Me sobresalté. Abrí los ojos justo cuando vi a Alessio caminando hacia mí con el ceño fruncido y los pasos apresurados. Su voz había sonado dura, molesta. ¿Qué demonios le pasaba?
—¿Qué haces aquí sola? —dijo cuando estuvo a unos pasos de mí. — ¿Dónde está Enrico?
—No lo sé. —respondí, cruzándome de brazos. —Me dijiste que solo debía acompañarme si salía de la casa. No estoy saliendo, solo estoy en el jardín.
Alessio me miró sin decir nada durante varios segundos. Su mandíbula estaba tensa y su mirada parecía buscar algo en mí, pero no pude descifrar qué. ¿Ira? ¿Preocupación? ¿Control? No lo entendía.
—Alessio… —empecé a decir, pero me interrumpió con un movimiento de la mano.
—No importa. Vuelve adentro y alístate. Esta noche tendremos una cena de negocios.
Me lo dijo como quien da una orden, sin espacio para réplica. Y se fue. Ni una explicación, ni una disculpa, nada. Solo eso.
Suspiré y me giré hacia la casa. Ser esposa de un mafioso era como jugar un ajedrez eterno, donde cada movimiento que dabas tenía que ser calculado… aunque yo ya estaba harta del juego de ser la mujer perfectamente obediente.
…………………..
Horas más tarde, entramos al restaurante. Uno de esos lugares que olía a riqueza incluso antes de cruzar la puerta. Lámparas de cristal, cortinas gruesas, mesas con manteles de lino rojo. Un piano sonaba en vivo desde una esquina con una melodía suave, como si todos los tratos sucios que se cometían en ese lugar merecieran una banda sonora elegante.
Llevaba un vestido negro, de tirantes finos y corte recto, sin escote ni adornos, apenas una joya en el cuello. Elegante y sobrio.
Nos sentamos a esperar a los acompañantes esta noche. El primero en llegar fue Enzo Vieri, el subjefe, un hombre rubio, con una sonrisa relajada y mirada filosa, seguido de Fabio Monticelli, el consigliere, un hombre mayor de modales impecables.
Luego llegó un hombre al que Enzo presento como Mario García, el socio español y a su exuberante esposa Patricia. Las presentaciones fueron rápidas pero no pude dejar pasar el hecho de que la mujer que se sentó al lado de mío, parecía sacada de una revista de escándalos. Su vestido era casi transparente, ceñido al cuerpo como una segunda piel, con bordados estratégicos que apenas cubrían sus pezones. Me sentí como una monja. O como una niña en una fiesta de adultos.
—Mario. —dijo Alessio, dándole la mano con firmeza. —Un placer verte por aqui.
—El placer es mío, Manfredi. Espero que podamos llegar a un buen acuerdo esta noche.
—Eso depende de ti. —dijo Alessio, mientras los meseros servían vino.
La charla fue educada al principio. Comentarios sobre la comida, los vinos, lo bonito del restaurante. Luego, como era de esperarse, los hombres entraron en materia.
—El casino en Valencia ya es un hecho, revise los planos y permisos de construcción, todo está perfecto, solo falta ponerlo en marcha… Solo falta definir los porcentajes de ganancias. —dijo Mario, sirviéndose otro trago. — Quiero el 50 porciento.
Sentí cómo la mesa se enfriaba de golpe. Alessio dejó su copa sobre el mantel, sin beber, solo había probado un poco de su contenido.
—¿Cincuenta? —repitió con tono seco. —Estás hablando de un negocio que es completamente nuestro. Lo que necesitamos es la locación, sí, pero el proyecto, la inversión, la infraestructura… es Manfredi al cien por ciento, García.
—Pero el territorio es mío. —replicó Mario, cruzando los brazos. —Nada se mueve en Valencia sin que yo lo autorice. Si quieren que el casino funcione, necesitarán mi bendición. Así que sí, cincuenta.
Vi cómo Alessio apretó la mandíbula, pero no levantó la voz.
—Tengo socios en Barcelona, en Málaga, en Sevilla. ¿Crees que me faltan opciones? Te lo ofrecí porque pensé que tenías visión, no codicia.
El silencio fue tenso. Patricia fingía jugar con su copa mientras Enzo y Fabio intercambiaban miradas.
—Cuarenta. —dijo Mario finalmente, derrotado.
—Veinte.— replicó Alessio, tajante. —Y si no te gusta, buena suerte encontrando inversionistas con la capacidad de mover tanto dinero sin que el gobierno español se dé cuenta, tu sabes que en mis casinos se pueden blanquear grades cantidades de dinero sin levantar sospechas.
Otro silencio. Mario tragó saliva y asintió a regañadientes.
—Veinte, entonces.