Brenshka: Mitades obsesivas

Prólogo

 
 


Jalisco, agosto 1996.

Su vista está en una pequeña y arrugada hoja que arrancó de uno de los libros de la biblioteca, en la mano derecha, sostiene un crayón azul con diseño de lápiz, frunce sus labios agrietados al ver su caligrafía, le hubiese gustado aprender a mejorar su escritura, pero las circunstancias fueron otras, fue un joven más: obligado a dejar sus estudios y dedicarse a trabajar. Se permite imaginar que hubiese pasado si su destino no fuese este, piensa que quizás estaría en casa, con una familia e inclusive conviviendo con su padre.

 

Le parece estúpida su imaginación, la familia jamás se encontró en sus planes, el hombre que creyó ser su padre lo odia desde que era un niño inocente.

 

«Inocente», descarta esa palabra mentalmente, jamás fue inocente, su culpabilidad lo llevó a estar en esta celda, llamar pared a los barrotes de metal, cama un frio suelo y baño a un inodoro que destila un olor repugnante. Su maldad está retenida en una celda pequeña en la que se ve obligado a llamarla "hogar", comprende que permanecerá por mucho tiempo encerrado, y puede asegurar que jamás saldrá —por desgracia—, no con todos los crímenes que cometió. No queda nada más, a excepción de su madre, Martha pese a todo continúa a su lado, aún ve en él al niño de siete años, aquel pequeño de ojos verdes tristes que le recuerdan que falló como madre. No entiende como ella se niega a odiarlo, le hubiese gustado que lo odie, sería lo mejor, lo olvidaría más fácilmente, le permitiría pudrirse en la oscuridad de la celda sabiendo que no le importa a nadie.

 

—Madre —susurra, le preocupa que el simple hecho de nombrarla le duela.

 

Se remueve incomodo de la silla de madera, es impropio de él hablar con afecto, se propone a eliminar todo cariño a su madre y la prueba de ello está en el escrito que tiene frente a sus ojos. Con las yemas de los dedos acaricia las primeras líneas escritas con odio y frialdad. Una sonrisa tétrica se forma en su rostro.

 

Su compañero de la celda continua lo observa con recelo, conoce al hombre mucho antes de ser encarcelado, voz de tortura es su alias, se le eriza la piel tan solo recordar como la policía transmitió hace años en la televisión la trágica muerte de un niño; el cuerpo fue encontrado irreconocible, expuesto en las orillas de una carretera poco concurrida. Según la policía, el niño desapareció en su propia casa, y en su lugar el captor dejó una grabación, nadie habló del contenido de esa cinta, pero aseguraron que gracias a ello, voz de tortura sería encarcelado al cometer un mínimo error.

 

«No se equivocaron.» Se dijo Matías, la policía logró atraparlo y ahora se encuentra siendo su vecino.

 

Matías lo analiza, se pregunta porque voz de tortura escribe todas las tardes y habla consigo mismo como si estuviese loco. Suspira con pesar, quiere acercársele, intentar socializar con él, preguntar si le permitiría estar a su lado siempre que estén con los otros prisioneros. Fue golpeado en las regaderas y amenazado, su única opción es intentar acercarse al hombre más temido, nadie es capaz de hablarle, su apariencia ahuyenta a cualquiera, inclusive Matías se ve obligado a huir al ver la prominente cicatriz en la mejilla izquierda. Decidido coloca las manos en los bolsillos de su uniforme café y se dispone a caminar hacia su única salvación.

 

—Voz de tortura —habla en voz baja. Recarga su hombro en las frías y delgadas barras de metal que le prohíben acercársele más. Agradece que así sea, si llegara a incomodarlo el metal que los separa evitará que sea asesinado por su mano—. Voz de tortura —insiste, elevando la voz.

 

Quita la vista de la hoja y observa al hombre, este da un respingo al ver su rostro y se obliga a sí mismo a no arrepentirse por haber solicitado su atención. Matías se aclara la garganta y habla en voz baja:

 

— ¿Qué es lo que escribes? —Quiere saber. Se pregunta mentalmente si fue correcto haber preguntado aquello. Su intención no es entrometerse en su vida privada, solo necesita encontrar un tema de conversación en la cual pueda acercársele poco a poco.

 

Inclina la cabeza, sonríe incrédulo, niega con la cabeza optando por ignorarlo. Matías comprende que comete un error al creer que su compañero lo ayudaría. Suspira con resignación.

 

Decide alejarse. Tan solo camina unos pasos, cuando una voz potente escucha detrás de él.

 

— ¿Cómo dijo? —Gira con rapidez. Sus ojos verdes penetrantes lo observan, Matías se incomoda por ello, y Bemory parece notarlo.

 

Le divierte su reacción, adora ser temido, disfruta ver sus rostros mostrando miedo a su persona. Le demuestran una vez más que Bemory tiene el poder sobre ellos.

 

—Notas. —Responde con frialdad.

 

—Notas —lo imita—. ¿Todas las tardes eso escribe?

 

En respuesta, únicamente asiente con la cabeza, toma una de las hojas que están sobre la mesa, hace varios dobleces con ella y, cuando esta es lo suficiente pequeña y cuadrada, la arroja hacia Matías. La hoja cae frente a sus zapatos descoloridos, observa la pequeña hoja y después a su compañero, este solamente le señala el papel y sonríe, mostrando unos dientes levemente amarillentos.

 

Confuso, decide tomar la hoja del suelo, lo desdobla y observa que el escrito lleva su nombre, traga saliva, y con temor, lee lo que le ha escrito.

 

Matías, he estado escuchando tus pensamientos, me es gracioso saber qué piensas que podría ayudarte. Ellos no han conseguido matarte, pero te aseguro que yo mismo lo haré sino dejas de mirarme. Me gustaría poder saludarte en el almuerzo de mañana y mostrarte porque me nombran voz de tortura.

 

La última línea le provoca alarmarse, «Voz de tortura, únicamente asesina niños.» Se dijo mentalmente, intentando relajarse, está casi seguro que ese hombre jamás ha matado a un solo adulto.




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