Brenshka: Mitades obsesivas

Capítulo 7: un crimen

 
 


La señora Singer me observa con ceño fruncido. Su mirada inquisidora va desde la cubeta que tengo frente a mí a la ropa que sacudo con torpeza. El viento agita su cabello canoso, se coloca un gorro viejo de felpa e intenta acomodar los mechones canosos dentro del gorro. A pesar de tener poco más de cincuenta años—eso es lo que me ha contado mamá—, la señora Singer aparenta tener muchos más. Acostumbra a llevar puestas pantuflas, calcetas hasta sus rodillas, vestido holgado, abrigo exageradamente grande y un chal; justo ahora viste de esa forma. No suelo hablar con ella; me incomodan las personas de mayor edad y más, una anciana curiosa como lo es la señora Singer. Pero necesito saber si mamá efectivamente se encuentra llegando a casa o aún está fuera, así que camino a la malla, cuidando no acercarme demasiado para evitar que el perro intente morderme.

—Señora Singer, ¿Mi madre llegó con usted?

Introduce los últimos mechones de su cabello dentro del gorro y responde, sin mirarme:

—Reconoció a tu padre bebiendo con el señor Roberts y otros señores más que desconozco y se ha quedado con él. No tenía idea que bebía, ¿Desde cuándo lo hace? —Pregunta con curiosidad.

—No lo sé —Miento—. Supongo festejan su nuevo empleo.

Mi padre nos tiene prohibido hablar sobre cualquier asunto familiar con el resto de las personas. No importa quienes sean, ante el resto, nosotros hemos de ser una familia ejemplar y eso incluye, mentir sobre el problema de alcoholismo de mi padre y su maltrato.

— ¡Ya entiendo! No olvides darle mis felicitaciones entonces. —Sonríe amablemente y pregunta—: ¿Y qué haces en el patio?

Su perro se aleja y se pierde el girar a la esquina de la casa.

—Estaba jugando —respondo mirando a donde antes se perdió el perro—. Pero no se lo diga a mi madre, ella no quiere que salga de casa.

—No te preocupes pequeño, tu secreto está a... —sus palabras son interrumpidas por una tos descontrolada.

— ¿Se encuentra bien?

Un gesto de dolor aparece en su arrugado rostro y aprieta su pecho con fuerza.

—El tabaco... me está matando —confiesa, con voz ronca y apenas audible. Se cubre con una de sus manos la boca e intenta contener la tos.

Respondo con un asentimiento al recordar, que en varias ocasiones fui testigo de cada calada que dio a sus cigarrillos cuando pasada la mayoría del tiempo sentada en su mecedora frente a su casa o cuando regaba sus orquídeas, girasoles y las palmas, que parece cuidarlas con un cariño excesivo.

—Mis pulmones ya no funcionan como los de un niño como tú —me dice ahora más tranquila—. Recuerda esto: jamás permitas que tu curiosidad te orille a probar un puro o terminarás como me encuentro ahora. Anda entra a casa, es tarde. —agita su mano y gira, dirigiéndose a su casa.

—Lo tendré en cuenta —siempre es bienvenido los consejos de un anciano, aunque estos me incomoden—. Ah, y, Señora Singer.

— ¿Si?

—He visto el reloj marcar casi las siete. —camino hacia el hormiguero y levanto la cubeta del suelo. Noto que me observa sin comprender y le explico—: Las historias urbanas están por comenzar.

— ¡Es verdad! Gracias, encenderé el radio, Bemory.

Se dirige a su casa caminando con lentitud y, tiempo después la veo cerrar su puerta. Antes de entrar a casa me observo; me aseguro de no tener sobre mi ropa ningún rastro de tierra o indicio que haga pensar a mamá que estuve fuera, en caso de que no tenga el tiempo suficiente como para ducharme. Y al comprobar que estoy presentable, entro a casa, subo rápidamente las escaleras y me dirijo a la habitación de Matthew.

Empujo la puerta con lentitud provocando un rechinido tétrico. Camino con sigilo en dirección a la cuna. Dejo la cubeta en el suelo, y pego mi cuerpo a los barrotes, acercándomele más. Veo su pequeño rostro apagado; la mirada angelical que mamá solía decir que ambos teníamos, ha desaparecido. Ahora sólo es un pequeño cuerpo inmóvil, frío y con un rostro azulado, cubierto de puntos rojos. Estiro mi brazo y toco con las yemas de mis dedos sus ojos. Abro cuidadosamente uno de ellos...

— ¡Joder! —bramo, sobresaltándome. Me aparto con rapidez tropezándome con la cubeta y esparciendo su contenido en el suelo.

Se ha movido, ¡Movió su ojo!

Es una locura. Lo asesiné, estoy SEGURO de ello. Me arrastro hasta la cuna, pego la frente en los barrotes y meto la mano entre ellos. Agito su cuerpo con brusquedad sin conseguir alguna respuesta con algún movimiento suyo.

Debo estar viendo cosas donde no las hay. Recojo la tierra junto con las hormigas del suelo y las coloco nuevamente en la cubeta.

—Es la primera vez que me asustas, Matthew —refunfuño—. Pero muerto.

Compruebo por última vez si se encuentra con vida y, al no estarlo, me aseguro de esparcir el contenido de la cubeta en su cuna, debajo de ella y trazar un delgado camino de tierra sobre las soportes de la cuna hasta los aberturas de la ventana y, lo restante lo tiro en la ventana y fuera de casa.

Todos deben suponer que esto ha sido un accidente, o al menos pretendo que así lo sea. Me aseguro de dejar a Matthew cubierto de hormigas, así como la cuna y el suelo. Coloco el pabellón marrón sobre la cuna.

—La casa no será lo mismo sin ti —alejo mis manos con lentitud de los barrotes de su cuna—. Añoraré tu mirada, hermano.

Aquello no es una confesión mentirosa. Realmente recordaré su mirada; antes y después de su muerte. Son las dos diferencias de quien fui esta mañana y en que me he convertido ahora. Cierro la puerta al salir de la habitación.

En la cocina, lavo la cubeta, la desinfecto y dejo en su sitio, lavo mis manos y brazos frenéticamente, provocándome ligeros rasguños. No quiero tener nada de él sobre mi piel, nada que pueda recordarme que lo tuve en mis brazos aún después de su muerte. Mi corazón comienza a palpitar desbocadamente, ¿Qué ocurrirá cuando vean lo que hice? ¿Creerán que fue un accidente? ¿Sabrán que he sido yo?




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