Brenshka: Mitades obsesivas

Capítulo 10. Entierro y desentierro

 

 
 


Pego la frente con delicadeza en el frio vidrio de la ventanilla del auto, observo las gotas de agua golpearla, y estas bajar con lentitud de ella. Pienso en mí mismo, y me comparo con la gota que cae lentamente en el vidrio frente a mis ojos. Soy yo en ese momento quien cae, quien se disipará al final del recorrido sin posibilidad de evitarlo.

«Eso sería lamentable» Ironiza Óscar.

Sonrío tratando de animarme, sin embargo, mi reflejo me muestra a un niño débil, herido y con una sonrisa que fácilmente podría confundirse por una mueca. Este parece ser mi papel ahora; un niño vacío desde que cometió un acto cruel y condenado a lamentarse por ello.

Suspiro cansado.

Durante toda la mañana, el sol no ha hecho acto de presencia; reclamando la mitad del planeta de la que su deber es iluminar. Sin embargo, quienes han estado en su lugar es el frio viento, la lluvia y las oscuras nubes que se le unieron después. Si estuviese ahora en mi cuarto, observando el viento agitar los arboles de la cuadra, la lluvia filtrarse en la ventana rota, acostado en la cama pensando en que es lo que haré, ahora que me encuentro solo, sin ver más la presencia de Matthew en casa... Sería mejor.

Miro de reojo a la persona que conduce, cerciorándome de que no tenga la vista en mí ahora y, al comprobar que él no aleja en ningún momento la mirada del camino, coloco las palmas de mi mano en el vidrio.

Me observo con detenimiento, miro cada uno de mis defectos, la cicatriz, las similitudes que tengo de mi padre que asegura mamá. Mentalmente comienzo a gritarme, obligándome a mejorar esa sonrisa, me insulto y me digo que después de todo lo que he hecho al menos debería fingir que me encuentro completamente bien tanto mentalmente como psicológicamente.

—Vamos maldito, sonríe —susurro.

Intento sonreír, pero mi reflejo está empeñado en mostrarme completamente molesto.

Dejo de intentarlo después de varios minutos. Conformándome con sólo ver mi rostro serio.

—Imbécil —escupí.

Me paralicé al notar que la boca de mi reflejo permaneció cerrada al hablar. Alarmado por ello, me alejo del vidrio con rapidez, sentándome y asegurándome el cinturón de seguridad.

Jugueteo con mis zapatos teniendo la vista al frente, araño mi brazo derecho, nervioso. No tengo el valor de ver mi reflejo, no tengo el valor de admitir que quizá haya perdido ya la cabeza. Debe ser un error...

—Ese hombre jamás convino a Martha —la voz áspera y gruesa llama mi atención—. Nadie debió recibir a ese extranjero en esta ciudad con los brazos abiertos; todos fascinados por un extraño y sus absurdas costumbres. ¡Ja, que estupidez! —Sus ojos café oscuros están en el retrovisor, observándome sin ninguna expresión en ellos.

Decido ignorarlo y pensar que mis padres ahora se encuentran en casa, preguntándose a donde he ido. Posiblemente papá esté pensando como castigarme al verme llegar. Estará feliz de aplicarme un correctivo.

Fue una verdadera tontería haberme marchado.

— ¿Y bien? —Sacudo la cabeza al escuchar la voz del señor Daniel.

— ¿Disculpe?

Él continua observándome por el retrovisor, niega con la cabeza un par de veces con reprobación.

—Eres un niño muy despistado —chasquea la lengua—. Mi pequeño Manuel, siempre mantiene sus cinco sentidos activos, ¿Tu padre no se ha tomado la molestia de educarte? —mi silencio parece responder a su pregunta. ¡Yo no necesito que me eduque mi padre, puedo hacerlo solo! —. Un niño ignorante como tú...

—No soy un niño ignorante, mi padre... —Me molesto en ese instante.

— ¿Y tu padre es? —Sabe quién es, ¿Por qué desea que responda a su absurda pregunta? Observándolo molesto, con mis manos hechas puño, me resisto a responder—. ¡Vamos tonto! —Me pide.

¡Ya no soy un maldito ignorante! Estallo mentalmente.

A regañadientes respondo—: José Kio Kalshets.

— ¿Y sabes quien realmente es? —Golpea en ese momento el volante. Por supuesto que lo sé. Él es un hombre que disfruta ver sufrir a su primogénito, quien bebe hasta apenas poder sostenerse por sí mismo y quien me recibirá en casa con un nuevo correctivo.

—Es... Es una persona trabajadora. —Respondo con vacilación.

Ríe con sorna al escucharme.

—Pequeño tontuelo, estas muy lejos de la realidad —estoy a punto de protestar, cuanto escucho—: Tu tonto padre es un hombre que visita los bares a diario, se lamenta de su vida y besa a cuanta puta se le cruza en su camino.

Niego ante sus palabras.

—Señor, es mi padre de quien habla —gruño—. No puede hablar mal de él.

—Y no lo hago, pequeño Bemory —me guiña el ojo—. Sólo digo lo que he visto, y lo que el mismo pueblo sabe.

Me quedo estático por unos segundos.

De quien habló, no puede haber sido mi padre. Él siempre ha sido fiel a mi madre, me enseñó desde pequeño que traicionar a una mujer sería un pecado alto, que no tendría ningún derecho a hablarle de amor si he cometido traición. Sé que es un alcohólico y siempre se ha quejado de lo poco de tenemos, pero no pudo haber cometido adulterio. ¡Me niego a creerle!

Ante todo lo que pasa a su manera ama a mi madre, sé que la adora.

— ¿Qué es lo que el pueblo sabe? —Pregunto con dificultad.

De nuevo, comienza a reírse.

—Eres despistado, ingenuo y un completo imbécil. —Sus insultos me recuerdan a las de mi padre, todas y cada una de ellas hirientes, haciéndome sentir inferior al resto de mi edad.

«No me agrada ese tipo.»

Óscar cree lo que yo. Fue un error detener su auto y suplicar que me trajese a casa, pero no tenía opción, era esto o seguir a la niña de cabello rojo. Le debo el que al menos me facilite la llegada a casa a salvo.

— ¿Qué es lo que el pueblo sabe? —insisto saber.

Deben saber que durante todo este tiempo mi padre me ha golpeado, quizás sepan ya, que la herida que tiene mi madre se la propinó él. Me estremezco al sospechar que lo que dirá, molestará a papá.




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