Hay sentimientos que se encargan de invadir todo lentamente. Como la tristeza o la desesperanza. Como el enojo, tal vez el odio. Como la venganza, y tantos otros. El rechazo, la angustia, la soledad...
Pero también hay otros sentimientos, que consideramos buenos, que nos inundan del mismo modo. Algo tan idealizado como el amor se convierte en una amalgama de sensaciones con la que no estamos seguros de estar conformes. El amor es caprichoso, es egoísta, reclama toda la atención que se le da la gana. Es como un hada, a la que si no se le presta atención, desaparece. Es como un niño pequeño al que hay que cuidar cada día, porque si lo dejas solo puede pasar por mil accidentes. Incluso aunque lo hagas, aunque pongas todo tu esfuerzo, en el amor hay accidentes. Porque la gente no siempre ama con la misma intensidad.
Tal vez, un día llegas a tu casa y tomas el celular, deseando charlar con la persona que te alborota. Tal vez justo ese día algo le sucede y no puede responderte como tú deseas. Tal vez te sientas dejado de lado, menospreciado, un poco menos querido o tantas otras cosas.
El amor nos vuelve impacientes y demandantes, casi como niños en una juguetería.
Nos volvemos susceptibles con el amor. Nos volvemos susceptibles al amor. Y es que esta sensación tan curiosa es una sensación... Total. Si lo sientes, invade cada rincón de tu encéfalo, volviendo estúpidas aquellas decisiones que para el enamorado tienen mucha lógica. Si no lo sientes, si estás fuera de la burbuja, crees que todo eso es estúpido.
Hay sentimientos que lentamente se extienden por nuestro ser, arraigando en lo más profundo, cual enfermedades silentes. Como el odio, la venganza, la tristeza. Como el amor.