Ahí estaba ella, con esa sonrisa tan hermosa en el rostro, intentando contagiar su alegría a las dos personas que la acompañaban. Con sus gestos, sus palabras, su mirada, las inflexiones en su voz... Utilizaba todas las herramientas posibles para ayudar a quienes quería a estar mejor. Y así, con esfuerzo, a lo largo de muchos días, ellos comenzaron a estar mejor, a sonreír... Pero habían tomado demasiada energía para ello.
Mientras mejor estaban sus amigos, peor estaba ella, pero era lo suficientemente terca como para no pedir ayuda o dejar de ayudarlos. A pesar de que cada noche antes de ir a dormir llorara, sonreía para ellos dos.
A pesar de que a veces no podía comer, seguí dispuesta a recorrer media ciudad a altas horas de la noche si uno de ellos dos se sentía mal.
A pesar de que cada vez estaba más cansada, seguía dedicándoles el tiempo que hubiese preferido pasar durmiendo.
Sus sonrisas se volvieron vacías.
Sus gestos ya no eran tan exagerados.
Los juegos en su voz se habían cambiado por oraciones monocordes, llenas de palabras frías.
Ya no sentía ganas de abrazar a nadie, ni toleraba que los demás se acercaran demasiado.
Y así, casi sin sospecharlo, se fue enfermando. No era una dolencia física la que la aquejaba, pero su cuerpo estaba cada vez más débil.
Seguía haciendo su vida, aunque cada vez tuviera más y más ganas de pasar todo el día durmiendo.
Se quedó sin energía,sin alegría, sin sonrisas, sin aquella voz cantarina que tanto la caracterizaba. Y nadie lo notó.
Enfermó por ayudar demasiado, o tal vez por no saber pedir ayuda.