Sebastián era un joven que vivía en el Estado Vargas, Venezuela, en una ciudad rodeada por el mar y las montañas. Se acababa de recibir como Ingeniero en Computación con honores y era el mejor programador de su promoción; el mundo digital se rendía a sus pies. Su vida se resumía en despertarse, desayunar y conectarse a las computadoras para programar novedosos videojuegos, entretenerse con TikTok desde su móvil, comprar el almuerzo de su proveedor favorito de Instagram y cenar revisando su Facebook y Whatsapp para conectarse con sus amistades.
Así transcurrían sus días conectado a una vida digital, donde el contacto humano se reducía a encontrarse esporádicamente con una vecina joven, atractiva y deportista, cuando salían a botar la basura.
Su mamá tenía un año viviendo con su hermana Angélica en Miami y se comunicaban a diario a través de Whatsapp. Cada conversación era para la señora Ana una oportunidad de no sólo conversar amenamente con su querido hijo, sino de preocuparse por lo que la pequeña pantalla de su móvil le transmitía con el pasar del tiempo: su aumento de peso progresivo y desmedido.
Su mamá le decía:
—Hijo te amo muchísimo, pero cuida tu salud, cada día te veo con más sobrepeso; no todo son las computadoras.
Su hermana le decía:
—Hermanito, sal a caminar, por lo menos tomate la molestia de ir al supermercado tú mismo, así al menos caminas dentro del supermercado.
Él se reía respondiéndoles:
—Mamá, Angélica, yo hago mis compras en el portal del supermercado y me lo traen directo a la casa. No tengo necesidad de ir personalmente y además me quita tiempo del trabajo.
Era la mañana de un sábado cualquiera, Sebastián desayunaba una torta de chocolate con una bebida gaseosa sabor a piña mientras le escribía mensajes de WhatsApp a su amigo y colega Daniel. Repentinamente comenzó a sentir un terrible sonido y la tierra empezó a estremecerse con violencia, tumbándolo de su cama. Sus brazos y manos regordetas se aferraban al suelo que se agitaba continuamente, mientras veía cómo las paredes del departamento se resquebrajan. Fugazmente un pensamiento cruzó su mente «terremoto, voy a morir.»
En un breve instante se despidió de su vida; pensó en su hermana y su mamá para quienes sería muy duro aceptar que él ya no formaría parte de sus vidas. Estaba tendido en el suelo inmóvil a merced de la naturaleza.
Finalmente el movimiento telúrico cesó y logró incorporarse del suelo con gran dificultad. Empezó a escuchar las voces de otros vecinos; algunos gritaban, lloraban y otros imploraban por sus familiares.
Apresuradamente tomó toda la comida no perecedera que tenía a su alcance, llenó agua en un envase y colocó todo rápidamente en un bolso. Agarró su móvil y el cargador, aunque bien comprendía que en pocas horas ya no sería útil, y con gran esfuerzo logró abrir la descuadrada puerta de su departamento, dirigiéndose rápidamente a las escaleras donde se encontró a su vecina claramente aturdida; se miraron cara a cara, en los ojos de ambos se reflejaba el miedo intenso a morir sepultados por capas y capas de ladrillo y concreto.
Ella, que también tenía su familia lejos, le dijo sumida en la mayor de las angustias:
—¡Dios mío!, vecino, terremoto, debemos marcharnos inmediatamente, puede que muy seguramente haya réplicas.
Sebastián jadeando con fuerza cómo pudo le expresó mirándola a los ojos con gran preocupación:
—Así es vecina.
Ambos comenzaron a bajar los ocho pisos por las escaleras. Aunque ella bajaba ágil y velozmente dejándolo atrás con facilidad, sin embargo, en dos ocasiones se devolvió para tenderle la mano diciéndole:
—¡Ánimo vecino, juntos podemos, no te voy a abandonar!
Así bajarón tambaleándose y Sebastián hacía su máximo esfuerzo mientras sus rodillas crujían con cada escalón que bajaba, aunado a algunas réplicas que llenaron de terror a los jóvenes y a otros vecinos del edificio.
Finalmente lograron salir del edificio. Al mirar por un instante su otrora hogar enseguida saltó a la vista sus severos daños. Algunas casas y edificios cercanos habían colapsado y los gritos desesperados de los atrapados en los escombros helaba el alma. Sebastián le dijo conmovido a su vecina:
—Vecina, creo que acabamos de perder nuestro hogar y a muchos buenos vecinos y amigos… — comenzó a llorar como un niño.
Ella le respondió con sus ojos llenos de lágrimas mirando todo con resignación:
—Así es, nos toca una larga caminata para encontrar ayuda…
En vista de la magnitud del sismo surgió inmediatamente un temor colectivo de que un tsunami podría estar en camino. Ambos emprendieron una rápida huida hacia las cotas altas de las montañas al sur de la ciudad. Era una larga caminata por caminos sinuosos y muy empinados en la cara norte del cerro El Ávila.
Al cabo de un par de horas y extremadamente agotado, Sebastián por primera vez miró conmovido desde lo alto su población ahora llena de escombros, estructuras seriamente dañadas y gente desesperada.
Sebastián, jamás imaginó que pudiera caminar tanto y tan alto. Verónica, la antes desconocida vecina de quien finalmente pudo conocer su nombre y con quien había ya establecido una cercana amistad, en aquel momento cada vez que lo veía flaquear por el cansancio de recorrer sinuosos caminos llenos de piedras y barro, le decía animándolo en la travesía:
—¡Vamos, vecino sigue adelante…!, no te detengas, tú puedes, eres un hombre joven, vamos a sobrevivir.
Él le respondía a ratos sofocado y cabizbajo:
—Verónica, no puedo dar un paso más sigue tú, déjame a un lado, ¡sálvate! —, pero ella le daba ánimo y le ofrecía descansar por ratos entre los árboles sentados ambos en el suelo. Al rato le volvía a decir:
—¡Es hora ya de levantarse, sigamos…!
Finalmente, al llegar a lo más alto de la montaña, oían voces eufóricas cada vez más cerca. Eran los pobladores del pueblo de Galipán quienes salían a ayudar a la gente que venía llegando de la costa. Con la triste alegría de haber llegado a su objetivo, Verónica y Sebastián se fundieron en un abrazo glorioso: ¡habían sobrevivido!, de hecho sus rostros se cubrieron de lágrimas de alegría.