La gente caminaba por las calles absorta en su mundo interior, algunos con los ojos fijos en el asfalto, en los carros y otros en las personas que pudiesen atravesarse en su camino. Todos de algún modo buscaban seguir con sus vidas a pesar de la pandemia, adaptándose con mala resignación a tener que vivir con el significado profundo del Covid-19 y sus complejas implicaciones.
Todos en las calles usaban sus máscaras según recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud; de pronto lo ajeno se había convertido en cotidiano. Anteriormente a la pandemia sólo las personas muy enfermas eran vistas usando tapabocas y uno se preguntaba con cierto pesar: ¿qué dolencia aquejará a esa persona?, mientras desde lo profundo del corazón afloraban deseos de pronta recuperación aún cuando la persona en cuestión fuese un perfecto desconocido.
Una tarde nublada, el doctor Francisco Gómez, un reputado médico internista de 60 años, regresaba de almorzar del restaurante Mi Almuercito Feliz que quedaba a una cuadra de la clínica La Florida donde trabajaba. Ya en la clínica, caminó por uno de los amplios y largos pasillos que daban acceso a las habitaciones y se dirigió al cuarto donde uno de sus pacientes en recuperación le aguardaba para su chequeo diario.
Cuando estaba por tocar para entrar a la habitación, una de las enfermeras que estaba llevando la medicación a otro de los pacientes le dijo a modo de informar:
—Buenas tardes Doctor Francisco, su paciente el señor Daniel Ramírez fue llevado a rayos X hace cuestión de media hora y aún no ha regresado, pero no debe tardar, si quiere lo espera un momento.
El doctor le respondió amablemente, mostrando el esbozo de una sonrisa tras la máscara de rigor:
—Gracias Aurora por mantenerme al tanto.
Pensó por un breve instante: «Bueno, entonces voy a ver primero al paciente de la habitación 33, el señor Sergio Suárez». Al dar la vuelta se topó de frente con una pintura al óleo, como tantas otras que habían distribuidas en la clínica con el fin de recrear el espíritu de las preocupaciones que conlleva el estar hospitalizado o ser un allegado de visita.
El verdor del cuadro fue lo que enseguida captó su atención cautivándolo enseguida. Lo miró con detenimiento por un breve momento, no se acordaba de haber visto aquel precioso cuadro nunca durante los 10 años que llevaba laborando en la prestigiosa clínica. Enseguida pensó encantado: «Este cuadro es hermosísimo, debe ser nuevo pues jamás lo he visto. ¡Woo, qué paisaje tan acogedor, me produce una sensación de infinita paz!». Al cabo de unos segundos de profunda introspección se dijo para sí mismo: «Caray, cómo anhelaría escapar del hospital y habitar en ese cuadro…».
Se trataba de una hermosa obra de arte que recreaba un paisaje montañoso que incluía frondosos árboles de corteza marrón y vistosas hojas verde esmeralda que colgaban de las ramas. Un riachuelo calmado de color azul cristalino había sido magistralmente pintado en medio de una colina sobre la que crecían los frondosos arboles, coloridas flores ocupaban parte de la grama magistralmente pintada con la técnica alla prima, al fondo de los cuales se eregía imponente una montaña iluminada por la clara luz de un día muy soleado.
El doctor Francisco contempló la pintura con absoluto detenimiento y quedó absorto ante su belleza. De pronto sin darse cuenta cómo pudo suceder se vió a sí mismo dentro de ese cuadro corriendo libremente por ese paisaje montañoso y bebiendo del riachuelo aquella agua pura y cristalina que saciaba su sed. Podía escuchar el sonido de las ramas al son del viento, escuchar el hermoso cantar de los pájaros variados que habitaban secretamente aquel paisaje lleno de verdor, colorido y frescura; incluso pudo escuchar una voz adicional escondida entre el follaje que le invitaba:
—Ven amor mío, vamos a seguir el camino hacia la montaña para ver desde lo alto tan admirable paisaje.
Reconociendo la voz de su esposa con cierta incredulidad se apuró a decir emocionado enseguida:
—Ya mismo voy, amor de mi vida —su alma era un lago de plena felicidad….
Acercándose a la voz, pudo finalmente ver a su esposa Amelia quien amorosamente le sonreía.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, extrañaba esos ojos azules y esa sonrisa risueña, emocionado sólo pudo susurrar:
— ¡Te he extrañado tanto mi amor…!—, ambos se fundieron en un cálido abrazo y se tomaron de la mano amorosamente, sintiendo el suave contacto de sus dedos y el pasto bajo sus pies ahora desnudos, entonces corrieron sin hacer esfuerzo alguno y mágicamente llegaron flotando a la cúspide de la montaña. Allí contemplaban embelesados la vista que permitía aquella mágica montaña desde las alturas en aquel día soleado.
El alma del Doctor Francisco era un lago pleno de felicidad absorto en la contemplación de su amada esposa y aquel paisaje lleno de verdor, flores frescas y sonidos naturales llenos de belleza.
Repentinamente, una voz familiar lo sacó de su mundo íntimo y privado:
—Doctor Francisco, acaba de llegar el paciente que esperaba ver —le dijo Aurora la enfermera.
En la camilla estaba acostado el señor Daniel Ramírez, quien al verle le saludo cordialmente y haciendo un gran esfuerzo por hablar le dijo:
—Doctor, voy mejorando, voy a ganar la batalla contra el Covid.
El Doctor Francisco le respondió animado aunque nostálgico por aquella experiencia que hubiese anhelado perpetuar en la eternidad :
—¡Así se habla Daniel, tú eres un campeón, vas a mejorar!
Mientras los camilleros llevaban al paciente a su cuarto y le ponían cómodo, el Doctor Francisco se devolvió a ver una última vez aquella pintura al óleo que lo había invitado mágicamente a vivir en su interior aquel "imaginario" día especial de montaña junto a su amorosa esposa fallecida hacía ya lamentablemente 3 años de cáncer de pulmón.
Suspirando lleno de nostalgia, sintió sin embargo, una energía renovada, energía que le permitió culminar exitosamente otro día de dedicación a la salud de sus pacientes, a la vez que se alegraba profundamente de haber podido compartir aunque sólo fuera producto de su “imaginación” un momento especial con su difunta esposa a quien tanto extrañaba.