Una nariz aspiraba y expulsaba aire con premura en busca de cualquier atisbo de ese olor, un olor que siempre traía consigo el sabor amargo del peligro. ¿Cuántos ya habían desaparecido? ¿Dos el último mes? Un sudor frío le recorría las patas al pensar que quizá este sería su último día. A veces, en esos momentos, se le cruzaba por la mente la imagen de su madre llorando frente a su tumba.
Cuando estuvo segura de no sentir ningún olor gatuno, se levantó del suelo. No deseaba mirar mucho por encima de las hojas del sembradío, porque el color blanco de su cabeza destacaba como petróleo en nieve. A un par de metros estaban sus compañeros, sí. Pero no cambiaría nada a la hora de la verdad.
Con ese pensamiento retumbándole en la cabeza, Brinco se volvió con sigilo. Lentamente, se colocó junto al tallo de una zanahoria. Escarbó un poco para dejar a la vista la raíz. Enterró los dientes en el inicio de ella y tiró hacia arriba. Nada. Se plantó con mayor fuerza en el suelo, clavando las patas que temblaban más de lo que quería admitir. Respiró hondo, cerró los ojos y volvió a tirar. Nada aún. Ni un solo atisbo de haberla movido.
El estómago se le contrajo, no sólo por el hambre, sino por una sensación de fracaso que iniciaba a crecer. «¿Y si no puedo?», pensó con amargura, mientras una lágrima traicionera amenazaba con rodar por su mejilla. Imágenes de su familia desnutrida y medio muerta le recorrían la cabeza. La frase “Todo por tu culpa” no la dejaba concentrase.
Se desprendió de la zanahoria; aquello no funcionaba. Vaya sorpresa, ¿eh? Respiró, intentando calmarse mientras sus patitas negras temblaban. Sabía cuál era la mejor manera: escarbar, aunque estuviera prohibido. Alzó la mirada hacia sus compañeros. A lo lejos, veía volar las zanahorias del suelo a montones. «Son más rápidos que yo…», se dijo. Se acercó más a la raíz. Colocó sus patas traseras lo mejor plantadas que pudo. El hocico y las patas delanteras tomaron la zanahoria. Estaba lista. Ella podía; esta vez, sí. Hoy era el día en que todo cambiaría. Nunca más pasaría hambre.
Contó hasta tres, incluso hasta cuatro, y tiró. Una, dos, tres, hasta cinco veces, y nada. Ahora quería vomitar. No se detuvo, evitando que las náuseas la dominaran. Jaló a la desesperada.
Con cada intento violento le retumbaba el cuerpo, las voces culpándola por la falta de comida aumentaban. ¿Llevaría otra vez miserias? Los gritos de regaños pasados la molestaban, pero para ella era peor regresar sabiendo que no podía.
Fue ahí donde empezó. Siempre igual, aunque nunca lograba acostumbrarse. El primer síntoma era el pellizco en el pecho, justo encima del corazón, como si alguien lo apretara con todas sus fuerzas. Luego el abdomen, un peso invisible la hacía doblarse sobre sí misma. Después, el zumbido en los oídos, ensordecedor, que la aislaba del mundo exterior. «No otra vez. ¡Debo terminar!», se dijo, luchando inútilmente. Finalmente, el temblor. Este último era el más cruel, porque le robaba el control de su cuerpo, recordándole que estaba indefensa incluso ante sí misma.
Aunque no había nadie cerca para su ataque, su mente ya pensaba en los miles de burlas de sus compañeros. La vergüenza de su padre a verla impotente…
Desconocía la duración de cada ataque; variaba demasiado. Cuando su vista volvió a la normalidad, el sol ya estaba en su punto, recordándole que era hora de regresar a casa. Sin embargo, el peso del ataque aún rondaba su pecho. Respiró hondo, tratando de ganar control. «Ya sabes que debes de hacer», se dijo. Sin dilación, se arrodilló junto a la punta de la zanahoria, escarbó y sacó con éxito una pequeña parte.
El regreso fue sorprendentemente fácil. Con tan poca carga, logró llegar primero a la madriguera: un agujero estrecho al pie de un árbol. Mientras se acercaba, vio al perro guardián rondando la entrada, tan imponente como siempre. Brinco no recordaba su nombre, pero no olvidaba lo caro que salía su supuesta protección. Sin decir palabra, pasó a su lado, con el pedazo de zanahoria firmemente sujeto en el hocico, y se metió con dificultad por el estrecho agujero.
Cuando al fin salió del túnel, se encontró con la vista de una cámara larga, de una altura suficiente como para saltar sin problemas, e iluminada por palitos que ardían a los costados.
Pasó junto a un montículo de tierra, llamado “escenario”. Se introdujo por un túnel al lado de él. No avanzó mucho más antes de encontrarlo.
—¡Ah, mira! Qué sorpresa… Brinco Rodríguez siendo la primera en llegar —dijo un conejo de patas blancas, sonreía—. Déjame adivinar, la cosecha fue buena —. Brinco bajó la mirada. Tenía mil respuestas en la punta de la lengua, pero ninguna salió. ¿De qué servía? Las palabras no llenarían su estómago ni silenciarían las risas Optó por el silencio.
—Cielos, si sigues trayendo tanto, no vas a dejar espacio para los demás.
Ella pasó haciendo oídos sordos. Mientras el guardia seguía con sus chascarrillos, ella cortó un trozo de la zanahoria y lo dejó en un montón al inicio del almacén. «Qué raro, aún no se llevan los impuestos de ayer. ¿Aún no le pagan al perro guardia?» Se introdujo en la cámara con lo que le quedaba de zanahoria.
El almacén era igual de alto que la plaza principal, lleno de comida que sólo dejaba poco espacio para andar. Muchas pilas de comida ya no tenían dueño; algunas recientemente se habían vuelto de “dominio público”. Aún se discutía su uso futuro. Brinco las veía con deseo al pasar, suspirando al sentir poco a poco el estómago vacío. «Debí comer los trozos de la zanahoria en vez de tirarlos». Antes le daba asco hacer eso, hasta el punto de vomitar. ¿Sería el estrés? No lo sabía, pero tampoco estaba en condiciones de averiguarlo.
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Editado: 06.12.2024