Brinco y Brinco Rodríguez

Parte 2

Brinco ingresó temblando. Dentro, el aire era frío y húmedo en la estrecha cámara, iluminada apenas por una luz tenue. Había espacio como para diez conejos, no estaba mal. Sin tener en cuenta que el espacio era multiusos: cocina, comedor, cuarto y baño. En medio de la sala se encontraba un conejo negro, sin patas traseras y de orejas blancas. Veía la pared opuesta a la entrada.

—¿Cuánto?

Ella respiró hondo, luego se sacudió todo el cuerpo. —Oh, papi, qué bueno es verte de nuevo. Sí, así es, he sobrevivido a otra infernal jornada. Gracias por preguntar y…

—¡Cuántos, Brinco! ¿Acaso tengo que repetirlo todos los días? —gritó su padre, con una mezcla de cansancio y furia.

—Yo... Yo... —Brinco bajó la mirada al suelo.

Todo ello no era nuevo, la rutina de siempre. Librarse era improbable, la verdad penosa y horrible salía siempre a la luz. Intentó desviar la conversación hablando del clima, del molesto de Larri o lo callado que estaba toda la madriguera. Sin embargo, nada evitó que la misma pregunta se repitiera una y otra vez con mayor ahínco.

—Me tienes harto, niña. Es la misma pantomima de siempre para ocultar tu ineptitud—su padre se quedó mirando el comedor/alacena, vacía. Un suspiro escapó de su pecho—. No sé ni por qué me molesto en preguntar, sé la respuesta de antemano.

Y arrastrándose se alejó de su hija. Ella se convirtió en un mar de lágrimas. ¿Cuánto más aguantarían sus reservas? ¿Acaso terminaría por matar a su familia? Miles de preguntas similares pasaban por su mente, pero todo terminaba con la misma respuesta.

—¿Qué pasa, hija? —preguntó una voz. Brinco parpadeó, trató de enfocar su mirada. Le ardían los ojos. ¿Cuánto llevaba llorando?

—Al fin, mujer —interrumpió su padre ahogando un bostezo.

—¡Ray! ¿Qué le hiciste a la niña? —él solo bufó.

La madre de Brinco le dio unas caricias a su hija con la cabeza. Tal vez era poco, pero la apaciguó. Siempre la tranquilizaba. Ya fuera con palabras, acciones o caricias, era la única que no la recriminaba. Aunque por dentro sospechaba que su madre no le decía todo. La culpa era un huésped difícil de echar, se arraigaba profundo y a pesar de las caricias maternas en algún momento saldría del escondite.

La mujer entró con su característica cojera, ya llevaba tiempo así sin aparente mejoría. Su hija le insistía acerca del reposo, pero; como buena madre no hizo caso, continuando con las tareas del hogar. Entró arrastrando una zanahoria completa, además de una cantidad de hojas verdes. La chica observó el escaso alimento y sintió un nudo en el estómago. Trató de sonreírle a su madre, a pesar de ser solo una mueca burda. Al menos el apoyo gubernamental ya había llegado. Una vez toda la comida estuvo dentro, la madre de Brinco comenzó a repartirla. Primero, repartió un trozo considerable a Ray; luego, uno mediano para Brinco y, finalmente, el más pequeño para ella. No tenía caso replicar; esta práctica se había vuelto común para todos. La conejita sufría siempre al verla, era otro recordatorio de su paupérrimo desempeño.

—Vaya miseria, Rosa—la madre de Brinco se mordió los labios.

—Ray, ya basta con tus quejas. ¿Crees que yo no lo sé? —murmuró Rosa, evitando mirarlo.

— ¿Yo? ¡Por el gran conejo, Rosa! ¡A este paso nos morimos todos!

La casa quedo en silenció, se podía escuchar hasta la respiración de los presentes.

—Tal vez si alguien hiciera algo, no comeríamos así…

—Ray, déjalo ya —replicó Rosa con firmeza, aunque su voz tembló un poco al final. Miró a Brinco y suspiró—. Hace lo que puede. ¿Acaso no lo ves? Está llena de tierra por todas partes.

—¿Y eso qué? —gruñó Ray.

—¡Eso qué! —exclamó Rosa, levantando la voz por primera vez—. Al menos estamos vivos. ¿Eso no cuenta para ti?

Ray rezongó masticando ruidosamente. Brinco sentía cómo su estómago le daba vueltas. No podía evitar pensar que aquellas comidas eran todo menos placenteras.

—Tal vez… podamos pedirle más comida al gran conejo —sugirió.

—¡Estás loca, mujer! Hablas del gran líder. Él sí nos apoya, no como esas escorias de los cafés. Pero una cosa es eso, y otra abusar de su generosidad. ¿Crees que le sobra la comida?

Las palabras de Ray resonaron como un eco en el pequeño habitáculo, aplastando cualquier respuesta. El cuarto quedó mudo de nuevo, un silencio pesado que parecía oprimirle el pecho a Brinco. Su madre abrió varias veces la boca, pero al final solo dejó escapar un suspiro.

—Solo hay una solución. ¡No luché contra esos malditos cafés para morir por una inútil!

Sin mucho éxito, Rosa trató de calmar a su hija, que volvía a llorar. Miró a su marido con resentimiento, apretando la mandíbula con dureza, pero al final lo dejó estar. Ya no había lugar para más peleas.

Era difícil para la conejita tener que recurrir a prácticas deshonrosas para conseguir miserias; ahora el recordatorio constante de su padre no le ayudaba. El resto de la comida pasó en silencio, roto apenas por los bufidos de su padre y el ruido de los bocados apresurados. Brinco ya no pudo comer. Esperaba otro comentario hiriente de su padre... pero este nunca llegó. Cuando los demás acabaron, finalmente ella se fue y buscó refugio en un rincón oscuro de la madriguera.




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