Brinco y Brinco Rodríguez

Brinco y Brinco Rodríguez- Parte 3

Resoplando la pequeña conejita se encaminó a la puerta. Aún seguía atribulada por el sueño. Parecía tan real: como si todos hubieran irrumpido en su hogar, gritado y huido al verla despertar.

Fuera, como un jinete del apocalipsis anunciando el fin del mundo, se encontraba Larri. El conejo llamaba a Brinco a gritos a pesar de verla enfrente de él. Se notaba su disfrute al molestarla.

—¡Ya cállate! Ya estoy aquí —él frunció el ceño mirándola fijamente.

—Primero se saluda maleducada —Brinco alzó los ojos para luego hacer un arco hacia abajo—. Claro, aquí tienes a tu idiota, trayéndote un mensaje para ser recibido así. Pero bueno, no esperaba nada de ti de todas maneras.

«El gran conejo llama a todos los granjeros para apoyar en el trasporte del pago al can. Así que… ¡Muévete!».

Dicho eso, huyó por el túnel en dirección a la plaza.

“Cargar más”. Eran las palabras que retumbaban en su mente mientras caminaba hacía su destino. Se había despedido de sus padres con un grito, recibiendo una tenue respuesta de su madre, su padre… bueno de él no se esperaba nada. Se tomó su tiempo para andar. No era para menos, los resultados de aquella jornada habían sido, por decir lo menos, poco satisfactorios.

Además, veía el pago como desperdicio, obviando la razón real por la cual un perro quería zanahorias. ¿No era la desaparición de uno de sus compañeros granjeros suficiente alarma? Aun así, ahí estaba, yendo a cargar.

Cuando por fin llegó a la entrada de la plaza asomó el hocico. Un grupo de conejos se encaminaba a la salida de la madriguera. Cargaban cada uno una zanahoria completa. Ella no estaba de humor para responder a sus insultos, por lo que esperó. Cuando el último de ellos desapareció dejando la plaza solitaria, ella se apresuró al túnel del almacén.

A diferencia de los túneles que llevaban a las casas, el del almacén era igual de alto que la plaza principal. A diferencia de la plaza, aquel túnel era muy oscuro a penas iluminado por antorchas. Conforme avanzaba por el túnel incrementaban más sus latidos. El cuerpo entero de Brinco se sentía pesado, como si se negase a avanzar. Su respiración se volvió entrecortada, todo se estaba volviendo más y más oscuro con cada paso. «¡No quiero, no puedo! Que vaya alguien más. ¡No ven que yo no sirvo!» Aquellos pensamientos los escuchaba como susurros. «Huye, rápido. Antes de que lo noten. Escóndete en las casas abandonadas» Sí, no era una mala idea. ¿Quién se daría cuenta? Mejor, prefería no estorbar y…

El choque contra una masa suave pero inmóvil la detuvo de toda pretensión. Aquella masa se giró lenta y estruendosamente. Delante alzándose como una estatua que miraba a una hormiga estaba el Gran Conejo. El que los liberó. Una montaña. Y ella lo había molestado.

Por un instante la conejita se quedó pasmada, sin decir o hacer nada, solo admirando a su líder. Su mente la bombardeó con posibilidades. Desde regaños monumentales hasta simples llamadas de atención. Él la observó, parecía algo sorprendido, aunque estoico y mudo. Permanecía quieto.

—La hija de Rodríguez. ¿No? — ella asintió con los ojos muy abiertos sin apartar la vista—. Sí, un buen soldado, trágico su destino. Ve a ayudar en la parte oeste del almacén, en el bulto comunal.

Ella no dijo nada, obedeció sin rechistar. Pasó a su lado con la cabeza agachada. Prácticamente nunca le había hablado, solo los líderes de familia se reunían con él para discutir temas de la madriguera. Ella, una simple trabajadora, estaba muy lejos de entablar conversación con tan benévolo ciudadano, el libertador y apoyo moral de la madriguera.

Dos compañeros contaban la cosecha de la entrada. En teoría, estaban todas, pero siempre terminaba faltando por un motivo u otro. Brinco no deseaba más problemas, fue a cumplir su encargo, al fin y al cabo, tampoco tenía otra opción.

La parte oeste era la más excavada, al parecer tenía que ver con la humedad del suelo y su estabilidad de otras zonas a comparación de esa. Al estar ahí trataba de no mirar los bultos de comida. Toda esa comida, sin ser tocada. Si lo que su líder le decía era cierto, sería solo cuestión de tiempo. ¿Con esa comida podrían evitar la inanición de su familia? Difícil de saber y estresante de pensar, pero su mente no lograba despegarse de ese tema.

Todo el camino para llegar al ala oeste lo vio raro, algo sutil pero evidente había cambiado. Al llegar al final de su camino por fin lo entendió. Frente a Brinco se alzaba una montaña que llegaba hasta el techo. La pila comunal era colosal. Nunca había visto algo igual.

«¡Por los dientes de mi madre! Una montaña digna de ser llamada comunal.» La palpó, cada una de esas raíces estaba tan bien ajustada que sería imposible moverla. El mundo no le pondría las cosas tan fáciles a Brinco.

Aquellos bastones anaranjados que tantas vidas habían cobrado a su comunidad. Estaban ahí apilados como un simple objeto, casi como si estorbaran, recluidos en el agujero más recóndito y alejado. Brinco encontró un tallo que sobresalía de la montaña muy cerca de la pared del túnel. Era seguro que no se movería ni un centímetro, pero bueno, por algo había que iniciar. Lo tomó con firmeza entre los dientes. Tiró. Nada. La zanahoria no se movía. Estaba apretada, firme. Como un árbol enraizado.

Afianzó las patas lista para volver a tirar. Ahí es donde lo sintió, un suelo húmedo que penetraba en sus patas y uñas como una daga fría. Le recordó su sueño. Un escalofrío se le extendió por todo el cuerpo. Tiró, pero con desgane.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.