Brinco y Brinco Rodríguez

Brinco y Brinco Rodríguez- Parte 4

Miles de imágenes centellearon a través de sus ojos. Como si viera su vida pasar en un parpadeo. Sin pensar mucho en lo que estaba sucediendo, Brinco corrió. El ruido era atronador, con mayor fuerza conforme más y más zanahorias se precipitaban. Su corazón le martillaba como una orquesta tocando. Aun así, sus patas se sentían ligeras, ágiles, como si volara.

Sentía un cosquilleo en el estómago. Al principio pensó que era miedo —se parecía mucho—, pero no. Cuanto más corría, más claro lo tenía: era otra cosa.

Se detuvo, no por su voluntad y más bien se diría que el mundo la detuvo. Los suelos de tierra no llegan a ser de los más confiables cuando se trata de tener una calle transitable. Hasta un pequeño hoyo puede sacar a cualquiera de balance. El choque contra una pila de zanahorias no amortiguó mucho, al menos la detuvo en seco. Cuando se recuperó del tropiezo inicial se quedó mirando dónde estaba. «¿Cuánto corrí?».

Caído a un lado se encontraba una piedra en forma de pico. Aquello solo significaba una cosa, esa era la pila de los Almerri. «¡Por los dientes de mi madre! Estoy casi al inicio del almacén». A su lado se encontraban más pilas con piedras de diferentes formas o cantidades, el ceño de cada familia. Con dificultad se puso de pie apartando los bastones anaranjados como pudo. Sacudió la cabeza. Luego el cuerpo. Se revisó en busca de heridas. Leves punzadas en las extremidades y otros puntos le aquejaban, pero nada mortal.

Agudizó una de sus orejas esperando escuchar a sus compañeros venir. Pensaba que el ruido causado por su caída debió de ser por lo menos monumental, una chuza en toda regla. Nada. Silencio mortuorio. Al menos no tendría que dar explicaciones o recibir burlas. Se dio vuelta viendo el largo pasillo. ¿Era tan… profundo? ¿Cuánto había corrido? Debía de ser un récord personal seguramente. Caminó lento por el túnel. Ya no veía las pilas como antes. No. Aquellas cosas eran insignificantes ante su nueva presa. La montaña.

Tardó bastante en regresar, aun así, se detuvo en seco. Aquello no parecía natural. Delante no había un desastre, ni zanahorias regadas por todos lados. Solo quedaba una cama vacía y pequeña. Lo único que la hacía especial era saber que ahí había estado la montaña. Se acercó con cautela mirando a todos lados, olfateando en busca del rastro de su montaña perdida. Sí, olía a raíces naranjas, y no solo por estar en el almacén, allí había una gran concentración de ellas. Incluso olían más fuerte que antes.

Tocó con su pata el montículo que aún seguía en pie. Ahora sí las zanahorias se movían con tan solo un ligero empujón. «Ah buena hora» se dijo bufando por lo bajo. Trató de ver más allá alzándose sobre dos patas. En donde debía de haber había suelo se encontraba un agujero casi tan ancho como la montaña desaparecida. ¿Una montaña hueca? Un engaño poco fructífero. Aunque, ella nunca hubiera alcanzado los bastones del tope de la montaña, alguien más alto sí. Tal vez no era tan mala idea sin tomar en cuenta el factor Brinco.

Intentó subir al montículo que quedaba. No fue la mejor idea. En cuanto colocó su peso para escalarla se desmoronó ante sus patas. Prácticamente tuvo que escarbar y demoler el montículo para pasar, moviendo como podía las pesadas zanahorias. Al llegar al borde por fin vio a donde daba el boquete. Una rampa descendente se hallaba delante suya, todo el camino estaba tapizado de bastones anaranjados que se extendía hasta donde llegaba la luz. Se movió un poco. Mala idea. Las zanahorias se tambalearon y, antes de reaccionar, ya se precipitaba al agujero.

Todo se detuvo con un golpe, luego nada. Permaneció quieta y en silencio. Cuando por fin abrió los ojos, todo a su alrededor era oscuro y lleno de siluetas desiguales. La luz que proyectaba el almacén se filtraba con escasez. Con suerte lograba observar su propio pelaje blanco. ¿Qué lugar era ese? Era la pregunta que le rondaba desde que vio desaparecer la montaña. Atrapada entre algunas zanahorias, intentó de liberarse. Su pata trasera estaba completamente prensada. La empujó, no se movió. Aquello era más de lo que podría nunca. Su corazón se aceleró. Era el timbrazo. Su vieja amiga regresaba. A sus pulmones pronto les faltaría el aire. «¡No! Aquí no por favor».

Respiró hondo, tomando bocanas largas y tendidas. Le ayudaba poco, pero el concentrarse en su respiración le distraía. Cada bocanada intentaba que fuera lenta y relajada, como una brisa en pleno verano. Lo malo, comenzaba a hacerlo más y más rápido como un acto reflejo. Sus oídos captaban el zumbido en sus oídos, aquel ruido incrementaba poco a poco. Su estómago… algo sentía en el estómago. Sí, era diferente a otros ataques. ¿Acaso se había golpeado? No estaba segura. La cabeza ya le punzaba como si de otro corazón se tratara. «¡No! No. No quiero, debo de ser mejor. Ya estoy harta.» Las lágrimas se acumulaban en sus párpados. Parpadeó. No sirvió. Seguían cayendo.

Podía notar cómo las fauces del ataque la engullían lentamente, tomándose su tiempo y calculando cada mordida. Sus patas se tensaban alrededor de las zanahorias, manchándose con su jugo. Cerró los ojos tratando de pensar en cosas agradables. Su padre gritándole, su madre sacrificando su comida por ellos, las burlas de los demás. Nada bueno.

Todo se detuvo al oír el retumbar. Un llamado a la guerra. Era su estómago. El hambre al fin hacía acto de presencia exigiendo el protagonismo que merecía. Rugió tan fuerte que detuvo los otros síntomas. Y como si fuera un salvavidas, ella se aferró a él con su vida. El estómago se le contraía con espasmos, llamando a gritos que le hicieran caso. Brinco sin más arremetió en contra de las zanahorias que la rodeaban. Una, dos, tres. Realmente no las contaba, solo masticaba y tragaba sin percibir el sabor o la textura de su alimento. La tarea parecía hasta monótona, algo que más bien ya quería acabar de hacer.




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