—¡Arriba, Brinco! Por los dientes del gran conejo. Despierta ya. Es muy tarde, y no has comido nada aún.
Abriendo los ojos de par en par, Brinco visualizó su entorno. Sí, estaba en casa, había una tenue luz donde su madre ponía los alimentos. El olor también era el de siempre: tierra seca, heces, comida algo pasada, y la peste de su padre. Claro, todo había sido un sueño; solo un mal sueño. Ahora debía de ponerse en marcha, para ir a otra jornada de trabajo en los campos de cultivo. Que alivio para ella. A veces imaginaba cosas muy raras.
Se estiró con desgana, sintiendo una leve calma. Al intentar rascarse la cara, lo olió. Áspero, putrefacto, seco. El recuerdo del cuerpo se agolpó en su memoria. La sangre en todas partes, el moho escalando centímetro a centímetro, el cuerpo medio esquelético de los restos de aquel occiso. Arcadas prorrumpieron la boca de la coneja. Su madre que ya le llevaba el desayuno (una miseria de zanahoria con una hoja tan oxidada que era difícil calcular su edad), lo tiró a su lado. —Hija, tranquila. Se ve peor de lo que sabe, de veras. Anda, come, que necesitas fuerzas.
—¿Para qué te molestas, Rosa? La pobre no hará nada ni comiéndose todo el almacén—. Ella no respondió; simplemente observó a su marido con indiferencia mientras comenzaba a comer. Los minutos siguientes estuvieron llenos del ruido de las mandíbulas masticando lo que apenas se podía llamar alimento. Ella solo miraba su comida, pasmada, sin atreverse a mover la pata o acercar el hocico para comer. «No… Solo era un sueño, nunca podría pasar eso. Aquí no.» Respiraba a bocanadas rápidas, sin dejar tiempo suficiente para sentir que su aire se revitalizaba. Aquel olor lo captaba tenuemente. Sí, podía sentir su pelaje endurecido en su espalda, justo donde había aterrizado. La coneja se estremeció. No deseaba admitirlo, pero las pruebas la abofeteaban conforme más examinaba su cuerpo.
—Hija, debes de comer. Ya te tienes que ir. Hasta aquí oigo a los demás granjeros yéndose—. Era cierto: Brinco pegó oreja en dirección a la salida de su hogar. Fuera, el rumor de pasos y conversaciones llegaba tenue.
Sin prensarlo mucho, y aun con cierto asco en la lengua, salió corriendo. Se despidió con un gesto leve de sus padres. No deseaba discutir; no estaba de ánimos, o estable, para eso. Aquellas imágenes seguían recorriendo su mente, no era el momento para hablar. Tal vez el trabajo por una vez en la vida sería un alivio más que la condena. En la gran plaza central de la madriguera, ya estaban congregados la gran mayoría de los granjeros, solo los rezagados y más perezosos salían con desgana del túnel conector. Brinco se colocó lejos del tumulto de gente, esperaba poder escuchar bien.
—Compatriotas de la comunidad —atronó una voz. De súbito, las conversaciones y murmullos se callaron —. Sé que ha sido una temporada difícil. Los costosos tributos a nuestro protector han producido malestar en algunos. Lo entiendo perfectamente; yo mismo soy el primero en levantar la pata, y gritar ante la ineficiencia. No libramos una batalla ardua y sangrienta contra nuestros opresores para que no pudiéramos vivir en paz. Ya he hablado con nuestro protector can, acerca de estas cuestiones, y les puedo asegurar que ya está advertido. Una falla más y está fuera de nuestro servicio.
Varios de los presentes vitorearon, aunque los cuchicheos no se hicieron esperar. La misma Brinco dudaba de la eficiencia de su protector ante la desaparición de otro compañero hacía dos semanas. Nadie lo comentaba, pero era un secreto a voces el descontento.
—Hermanos y hermanas, por favor. Sé de su descontento —la multitud se quedó helada—. Por ello, he actuado en consecuencia. Yo sí escucho a mi pueblo, no como aquellos que me precedieron. Esos malditos monstruos, aquellos haraganes que nos hacían trabajar sin descanso, que se quedaban con el fruto de nuestro sudor mirándonos como basura— el público y hasta Brinco asentían ante aquellas palabras—. Gracias a dios ustedes casi no vivieron esos tiempos. Pero sus padres lo pueden confirmar. Yo, en cambio, no descansaré para que mi pueblo esté a salvo. Ellos nos querían separados, pero todos juntos saldremos adelante.
Con aquellas últimas palabras todos vitorearon, repitiendo que juntos lograrían estar bien. Brinco compartía cierto entusiasmo. Sabía que todos debían de ayudarse para estar mejor. Pero a ella, nadie la ayudaba y la tachaban de haragana. Por ello, no percibió esa unión que su gran líder les demandaba. ¿Y sí hablara con él para exponerle su caso? No le gustaba mucho la idea, su madre era la líder de su familia, no era bueno actuar sin su consentimiento. ¿Verdad?
Al son de un cántico, los conejos se pusieron en camino a la salida. Algunos se empujaban al pasar por el estrecho agujero, Brinco se quedó rezagada. No le convenía intentar apretujarse entre tanto gentío. —¿Me permite unos minutos señorita Rodríguez? — de reojo ella deslumbró una masa negra, tan grande que no vio su final. Su olor era a tierra húmeda. Aquello le hizo recordar la cueva a Brinco, un repelús recorrió su cuerpo. El gran conejo no esperó la respuesta de la coneja y se encaminó al túnel que daba a su hogar. La madriguera no era un lugar muy basto. Los antiguos líderes conejo (los de color café) se habían separado de sus homónimos oscuros y blancos. Para ellos había otro complejo de hogares en la madriguera. Al no ser realmente muchos, la “élite” solo eran cinco familias, de no más de cuatro miembros, mientras que el resto del pueblo eran veinte familias de hasta casi ocho integrantes por cada una. En la actualidad Brinco sabía que sólo quedaban doce familias, siendo las más numerosas de solo cinco miembros. Aun así, nadie quiso ir a la zona en donde sus represores vivían.
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Editado: 19.11.2025