―¿Lo último que recuerdo fue que la dejé en el baúl de siempre. ―Dijo la bruja, nerviosa, mordiéndose el labio.
―¿Entonces la dejaste ahí y por qué ya no estaría?
―No lo sé, últimamente no he tenido contacto con más seres espirituales, no tenía que desaparecer así como así…
―Bueno, creo que deberías dibujarla y colocar varias copias del dibujo por si alguien la ha visto que se comunique contigo.
―¡Vamos, es una escoba, no un perro! ―exclamó la angustiada bruja con un tono burlesco mientras se preparaba para partir.
―Bueno, no es una escoba normal.
Los cabellos negros de la bruja ondearon con el viento veraniego. Era medio día y la ancha ala de su sombrero puntiagudo le protegía del sol siempre.
Sonrió. “Nada es como debería ser” mientras pegaba mágica y habilidosamente un cartel en hoja de pergamino duro donde se mostraba la forma de su curiosa escoba.
“Si lo ha visto, por favor informe a la bruja Mariela”.
Al día siguiente, una cantidad ridícula de personas hacían fila frente a la puerta de su casa llevando en sus manos escobas de diversas formas y tamaños. Ninguna era la suya. Exhausta de revisarlas una a una, se dio por vencida. No encontraría tan especial aparatejo mágico.
Dejó caer su bonita humanidad en el pasto fresco y miró al cielo. Sus ojos rojos como dos gotas de sangre reflejaron las nubes dispersas, blancas, efímeras.
Los campesinos deseaban su favor. Sus pócimas y hechizos eran lo único que les quitaba los males y dolores. La amaban, la hacían sentir útil, pero sin su escoba sería difícil cumplir con el propósito fácilmente. Algunos comentarios logró escuchar en la fila que, en lo bajo sólo la perjuraban. “Si es tan poderosa, ¿por qué no se hace de una nueva escoba?”, “bruja inútil, engañosa, siempre nos hizo creer que era lo mejor que nos había pasado y ve, no puede estar sin su tonta escoba”… entre otras declaraciones que solamente le hicieron sentir miedo.
Y era cierto lo que decían, no era poderosa y no era nadie sin su escoba. Su escoba era su fuente de poder.
Cerró los ojos, intentando conservar la paciencia, intentando no entrar en pánico. Su amada escoba debía estar cerca. Pero no podía sentir su presencia.
―Las escobas no tienen patas... ―aseveró Grunhilde, la otra bruja verde del pueblo, su hermana de profesión.
―Pero sabes bien que tienen voluntad―, chilló Mariela en un estado ya de desesperación ―han pasado dos semanas y no regresa, no aparece. No he podido trabajar, no encuentro forma de hacer pociones útiles, el pueblo me lo recrimina.
―Tal vez debas ir al Otro Lado…
Mariela ahogó un grito y miró a su amiga con grandes ojos. Grunhilde dio un sorbo a su te resplandeciente. Su faz perfecta no mostraba expresión alguna.
―Pero está prohibido…
―Si tu tonta escoba pasó al Otro Lado, seguro esté tirada a la orilla del mundo, ahí cerca, a la mano. Los objetos mágicos tienden a ir al Otro Lado, quién sabe por qué.
Después de mucho pensarlo, se hizo de sus mejores ropajes mágicos, se armó del sombrero más bonito y lleno de plumas que tenía. Podía ser un viaje sin retorno pero debía tener su escoba de regreso. Brunhilde tenía razón, algo mandaba a los objetos mágicos siempre a la orilla del mundo, y luego se quedaban, como cosas inanimadas, tiradas en las cercanías. Fáciles de conseguir para los seres del Otro Lado, pero no para sus dueños.
Ese día partió de noche, al resguardo de las estrellas que, con sus orejas puntiagudas y largas, podía escucharlas murmurar peligro y horribles cosas. Las hizo callar con un movimiento de sus largos dedos rojos coronados de largas uñas relucientes, negras como panzas de escarabajo.
Andaba, levitando, despacio para no agotarse. A veces caminaba, a veces corría pero no se detuvo un instante. Fueron seis días de camino en solitario hasta que logró ver a lo lejos la gigantesca muralla de piedra reluciente de magia arcana. El rostro se le iluminó pero llenó de temor su corazón. Aun así continuó su camino hasta el arco ojival más cercano, donde podía ver el Otro Lado, oscuro y sereno, una continuación de su mundo pero, que al contrario del lugar donde vivía, todo era terroríficamente falto de magia, frío y horrible. Escudriñó en la oscuridad, cuidando que no hubiese nadie del Otro Lado que pudiera verla.
Vio entonces la escoba, su maldita escoba violeta al Otro Lado, a unos cuantos metros del perímetro permisible. Alrededor de ella yacían, inertes, cucharones, cazuelas, varitas amuletos de todas formas, de brujas de su mundo que habían extraviado. Lanzó un suspiro. Había conocido hacía varios años, una hechicera que perdió su objeto mágico. La pobre mujer lo buscó tanto pero no lo encontró, tuvo miedo de ir al fin del mundo. La buena Muerte llegó un día por ella, cuando su piel no fue más que cartón seco que cubría su calavera desdentada, un cascarón vacío de magia. ¿Cuánta bruja había perecido por no encontrar su objeto mágico? Un escalofrío le sacudió las entrañas y de sus ojos grandes se escurrió una lágrima sanguinolenta. El rostro más blanco que el marfil quedó manchado hasta que se pasó un pañuelo, cuidadosa, para limpiarlo.