Brunon

I - EL AGUA CON SAL MATA LA SANGRE

 

Él caminaba, caminaba limpiándose la pequeña pero notoria mancha de sangre con un trapo empapado de agua fría y sal, y le costaba, le costaba limpiar aquella notoria mancha colorida en su camisa de trabajo; blanca.

Él caminaba, caminaba desesperado hacia el cuarto que había ocupado años atrás con una lavadora y una secadora al no saber con qué ocuparlo. Su madre, que se suicidó cuando él finalmente empezó a ser independiente, a tener su trabajo, propia casa, y que ahora yacía bajo tierra, le recomendó adoptar peces, comprar una pecera gigante que ocupase el cuarto de una pared a otra y meterlos todos juntos. En cambio, su padre, no le pudo recomendar nada, pues tan sólo estuvo poca parte de su infancia con él, y una vez nació Lou, su hermano pequeño, los abandonó sin explicación, por lo tanto; no presenció la situación llena de dudas respecto al cómo ocupar aquel cuarto. A Brunon no le parecía buena idea, le parecía cruel el engañar así a unos seres vivos que sólo habían vivido en peceras pequeñas, y que ahora al mudarse a una grande pensasen que habían sido liberados. Aunque, ahora que él lo pensaba, dudaba respecto si aquellos peces ya nacieron por una reproducción de unos mismos peces de la tienda, sin haber conocido el qué era la libertad para ellos. No se lo había planteado jamás; hasta ahora, en el momento más desordenado de su vida.

Él caminaba, caminaba nervioso, intentando controlar la situación. Había vivido situaciones parecidas, pero, la de ese instante era diferente, agobiante, se le había escapado de las manos. Dejó ingerir a lavadora el trapo y su camisa, estresado, decepcionado por optar esa solución. Lo había intentado, había intentado lavar su propio desastre con las mismas manos que lo crearon, pero como siempre; fracasaba. No era bueno arreglando sus errores, ni evitando cometerlos por más de una vez.

Introdujo el detergente, y puso en marcha la lavadora.

Se sentó, apoyando su espalda en una pared libre de ese cuarto, notando su frío tacto, pues se encontraba sin camisa, exhibiendo su vello abundante y notorio que brillaba por el sudor. Acarició su cabello largo y despeinado, el cual tan sólo era agradable de ver cuando recibía atención de la querida gomina. Lo despeinó, frustrado.

― Joder, esta vez no ha salido como lo había previsto ―Murmuró, preocupado. Siempre cometía el mismo error, pero no lo admitía, por lo tanto, jamás lo recordaba. Era un ciclo de orgullo que no le favorecía―. Tengo que apuntarme en un papel la obligación de usar el cuchillo de carnicero, uno para cortar pepinos no sirve para satisfacer mis intenciones.

Y como siempre, su respuesta no era menos estúpida que él.

Se quedó mirando la lavadora, esperando que acabase de limpiar la sangre de su querida camisa que pesaba 200 gr.

Miró su reloj, que era un Rolex, Yacht‑Master II, de color azul y plateado, con agujas rojas, y vio que le quedaban dos horas para dirigirse al trabajo. Pensó en todos los proyectos que debía completar en grupo, en las ideas que debía exponer, en los documentos y libros que tenía que analizar para aprender, en todo lo que debía hacer obligatoriamente para ser un mejor trabajador y satisfacer. Pensó y pensó en todo lo que debía hacer, agobiándose más. Sus ojos dejaron de ver la realidad, poco a poco, hasta el punto de descansar, y permitirse dormir.

― Otra copa, por favor ―Dijo Brunon. Seguidamente, se sentó en un taburete de muchos, pegados de frente a la barra.

Era un local lleno de luces exteriormente e interiormente, luces rosas, violetas, amarillas; de colores. La música que emitía el local se podía oír desde la barra, pero levemente, pues había una puerta que separaba el bar de lo que era el espectáculo, donde el alcohol continuaba para aquellos que eran socios del local, para aquellos que no lo eran tan sólo era un bar. Aquella puerta era tan importante que era controlada desde el interior del pasillo al que llevaba por un hombre robusto y vestido de negro.

― Su carné de identidad, por favor ―Pidió el camarero, sonriente, posando sus manos en la barra.

Era un hombre afroamericano. Su vestimenta se basaba en una camisa blanca, decorada gracias a una pajarita blanca. Su físico era común, pero igual así resaltaba por su carencia de cabello.

― Tengo dieciocho años, no hace falta.

El hombre se rió.

― Por favor, enséñeme su carné de identidad ―Siguió sonriendo el camarero―. No quisiera servirle alcohol a un menor, no me gustaría estar cuidando de un niñato borracho. Si bebe, estará ebrio rápidamente, y al ser menor tendré que preocuparme por su estado, teniendo que impedir su regreso a casa solo, y la verdad, no quiero hacer eso, ni llamar a sus padres. ―Suspiró―. Espero que al ser mayor de edad su cerebro también crezca ―Empezó a lavar un vaso que tenía en la barra. Lo aclaró con un poco de agua, sin incluir jabón, después con un trapo lo secó―. Sabe, un menor no puede entrar al bar de un prostíbulo de buen nivel tan fácilmente, pedir un poco de la primera bebida que le sirvió su padre con trece años y que es la única que conoce, y luego con el valor proporcionado por alcohol, intentar acostarse con alguna de nuestras chicas. Algo incoherente, pues, por si no lo sabes, sólo pueden acceder a lo que es el espectáculo, mayores de edad y socios. Lo que se da ahí dentro es de calidad, no es un prostíbulo como el que ves en tus películas.




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