(10 días después)
Aquella tarde, Adela estaba inquieta porque ya habían pasado veinte días desde el matrimonio de Aaron y ni siquiera había visto a su nuera. Le impacientaba que no se definiera la situación y le indignaba que su hijo mayor prefería vivir aquel momentáneo final feliz, escondiéndose, antes que utilizarlo a favor de todos.
Así, decidió que al menos los observaría de lejos tratando de dilucidar qué tenía pensado hacer su primogénito, pues ya pronto se cumpliría el mes que había pedido Nora.
Lo que la madre no entendía, ni le importaba, era que su hijo al fin parecía un hombre feliz. Su vida no era perfecta, tenía carencias y le demandaba mucho esfuerzo diario, más estaba con la mujer que amaba, una mujer fuerte e indomable como nunca había conocido alguna y que además entre sus brazos cedía ante aquel amor clandestino y sentido. Aaron se sentía completo y nada le faltaba, pero a su madre le faltaba todo, siempre le faltaría y demasiado jamás sería suficiente.
Adela vio a Aaron partir a caballo hacia la cabaña. Ella conocía la existencia de ese lugar, pero estaba adentrado en las tierras, escondidos y como jamás había ido, no tenía ni idea de cómo llegar, pero aquella tarde, montando un caballo por igual, siguió a su hijo mayor de lejos hasta que, sin él darse cuenta, la guio hasta su escondido idilio. Una vez ubicado el sitio, la madre regresó a su casa recordando bien donde quedaba el lugar.
Por la noche, mientras Diego y su madre recogían los trastes de la cena, tocaron la puerta. El Balderas extrañado abrió para encontrar a Julia y Julieta de pie frente a su puerta.
Julieta le saltó encima al joven, rodeando su cuello con los brazos, besando su mejilla. Diego se la quitó de encima, jamás le había gustado y ahora que sabía que eran medio hermanos menos aceptaría nada de ella.
—Julieta, ya no sé cómo decirte que no me gustan tus sorpresas ni que te me encimes así. ¿Cómo más te lo explico? No me gustas ni nunca habrá algo entre nosotros.
La chica quedó impresionada de la respuesta directa del amable Diego, él no solía ser así, por lo que la chica simplemente se retiró molesta, regresando al auto, no sin antes decir:
—Pues tú te lo pierdes. Yo también me cansé y no te mereces una mujer como yo. Allá tú, no eres más que un perdedor como dice mi papá.
—No le hagas caso a mi hermana, Diego —intervino Julia con apuro, intentando aligerar el momento—. Es… Insoportable, lo sé. ¿Está Aaron? Solo pasamos a saludar, teníamos tiempo sin estar por acá.
—Él no está.
—Pero es tarde y su camioneta está afuera, ¿cómo que no está?
—Él… Salió a cazar, así que se fue tierra adentro con su caballo.
—Mmm… Nora está desaparecida y tu hermano se va de cacería. Ojalá no se estén viendo a escondidas porque si mi papá se entera la va a matar. Bueno… A ella tal vez no, pero a Aaron sí.
—¿Qué disparates dices? Si ese par no se soporta y además terminaron muy mal.
—Sí, sin embargo, ya conoces el dicho: Donde hubo fuego, cenizas quedan. Y sobre Nora… ustedes son amigos, ¿sabes dónde está?
—No, para nada. No tengo idea.
Julia asintió con una expresión de incredulidad para culminar diciendo:
—Bueno… Cuando veas a tu hermano, dile que pasé a saludar, que lo recuerdo siempre y si ves a Nora, dile que la extrañamos mucho —culminó entregando una sarcástica sonrisa para comenzar a retirarse.
Diego solo cerró la puerta pensando que estas dos y sabrá el cielo quién más andaban buscando a Nora y a Aaron y se preocupó porque el tiempo se acababa y las aguas comenzaban a ponerse turbias e inquietas.
A la mañana siguiente, luego de ver que Aaron retomó sus labores diarias en el rancho, Adela partió con rumbo a la cabaña, cargó sobre su caballo provisiones y víveres a cada lado del animal y partió con la idea de hablar con Nora, de abordarla cuando estuviera sola.
Arribó a la pequeña casa de madera, aquel lugar de un solo ambiente que había sido testigo del amor más genuino y sentido jamás visto por aquellas tierras. No importaba que fuera un pequeño lugar, pues Aaron y Nora no necesitaban más que el uno al otro para ser felices.
Adela tocó la puerta y una extrañada Nora se asomó por la ventana. Nadie sabía de ese lugar y era muy extraño que alguien llegara allí a tocar, sin embargo, al asomarse notó que era su suegra con dos cestas, por lo que abrió y saludó con timidez, como era ella.
—Hola, querida —dijo Adela dejando un beso en la mejilla de la chica y entrando libremente a la casa—. Vine a traerles algunas cosas porque no se puede vivir de puro amor, ¿verdad? —añadió riendo.
—Gracias, pero estamos bien. Aaron hace poco fue al pueblo y compró lo que necesitábamos.
—Sí, ya me imagino, pero aquí hay cosas muy ricas que no se pueden olvidar en una Luna de miel.
Adela preparó café sin preguntar y colocando sobre la mesa dos tazas, de las que emanaba un blanquecino vaho, se sentó e invitó a Nora a sentarse.