Bruto Amor

Capítulo 1

PERSONAJES:

Elko, Nevada, Estados Unidos de América, 1995

—¡Nora! ¡Nora! —gritó el buen vecino Clemente mientras se acercaba corriendo—. Norma… Tu mamá… —dijo levantando el dedo índice, como si pidiera tiempo para recuperar el aliento—. Tu mamá está agonizando. —Volvió a respirar—. Mandó a decir tu abuela. Lo lamen…

Clemente no alcanzó a terminar lo que iba a decir, porque Nora no pidió permiso para retirarse ni se despidió, sino que partió en una desesperada carrera. Corrió como una hoja llevada por el más veloz viento, ligera, ágil, pero angustiada, con un raro sabor en la boca, y comprendió a qué sabía la angustia, en ese momento, saboreó la muerte.

Trabajaba en el ambulatorio del campo. Aprendió mucho allí sobre atender enfermos y primeros auxilios. La suerte de su familia y su verdadero oficio, se vieron disminuidos por la maldad de un hombre, Don Julio Salvador. Nora no conocía mucho del asunto, su madre siempre la mantuvo al margen y evité esa conversación. La chica solo sabía que el viejo le había cerrado las puertas a su madre en todos los ranchos de ese condado y de los más lejanos también, obligándolas a vivir de las migajas que él entregaba.

Estaba cerca de una intersección de dos empolvadas calles. Vio de lejos una gran camioneta negra, calculó la distancia, «puedo hacerlo», pensó. Por lo que, aceleró el paso. Ella tenía tiempo de sobra para cruzar, pero se resbaló.

El conductor detuvo la camioneta con un fuerte frenazo, y levantó una espesa nube de polvo que solo permitió ver, a duras penas, el endurecido rostro de Nora, quien retomó su carrera en un intento por alcanzar a escuchar las últimas palabras de su madre.

—¡Loca! —Fue lo único que oyó de parte del conductor desde atrás sin voltear a mirar.

Entró apresurada a aquella casucha de dos ambientes y de rudimentaria construcción, para encontrar a sus abuelos postrados en una cama, entristecidos, y a su madre en un lecho contiguo, con sus ojos cerrados, parecía descansar como solía.

Nora tomó la mano de su mamá, intentó recuperar el aliento y se sentó junto a ella con apuro.

—¿Mamá? ¿Cómo te sientes? —le habló de cerca expectante de una simple respuesta.

—Se nos fue, Nora. Ya no hay más que hacer —dijo su abuelo, tratando de contener el llanto.

—No, no, no… ¿Mamá? —expresó con la voz quebrada y una vibrante mandíbula que vaticinaba un dolor mayor—. Dime algo, mamita —exclamó y tomó aquel rostro apagado entre sus manos, agitándolo—. Dime algo, dime adiós por lo menos, ¡mamá!…

Hasta que entendió lo inevitable: Mamá no respondería más. Sintió una punzada que le atravesaba el pecho como una herida de lanza. La abrazó, y lloró amargamente rodeándola entre sus brazos. Mas sus lamentos fueron interrumpidos por alguien que también había sido informado de la partida de Norma. Esa persona tocó la puerta, y al abrirla Nora, se sorprendió de ver frente a ella al temido don Julio Salvador, quien entró maleducadamente, sin pedir permiso siquiera, pasó a la habitación y se mantuvo de pie frente a la cama de su madre.

La cara de don Julio se mostraba descompuesta, quitó su sombrero, lo agitó contra la baranda y exclamó:

—¡Terca, mujer! Esto pudo ser diferente.

Nora miró la escena desconcertada, y más aún cuando vio que una lágrima corrió por el rostro del viejo, una que no pudo esconder, aunque la limpió con rapidez.

—Pagaré el entierro y todo lo necesario. En una hora vendrán a buscar el cuerpo de su hija para prepararla. —Se dirigió a los abuelos—. Y tú… —Miró a Nora—. Tú te vienes conmigo.

—¿A dónde? ¿Qué le pasa? Yo no iré a ninguna parte. Usted es un desgraciado que le arruinó la vida a mi mamá.

—Mira, muchachita —dijo molesto entre dientes—. No hables de cosas que no sabes ni entiendes. Te vas conmigo y punto —ordenó tomándola por el brazo.

—¡Que no me voy con usted a ninguna parte! —gritó y sacudió su brazo, alejándose del alcance del don.

—Pues no tienes opción. ¿Quién va a cuidar de tus abuelos? ¿Acaso crees que con tu paga del ambulatorio podrás cubrir los gastos? Lo que ganas allí no alcanza ni para comer.

—Yo puedo mantener a mi familia, todavía no sé cómo lo haré, pero ¡no aceptaré nada suyo!

—Entonces no me dejas opción. A casa de tus abuelos no llegará nada. ¡Nada! Ni una gota de agua siquiera. Así que la culpable de su muerte serás tú, con ese orgullo de porquería que de nada le sirvió a tu mamá.

—Respete la memoria de mi hija. Usted sabe que siempre fue una mujer decente, don Julio. No tiene derecho a hablar de su orgullo, pues eso fue lo único que jamás le pudo quitar, su dignidad. Y nuestra Nora es igual —explicó el abuelo indignado.

—Pues la dignidad no pone comida en el plato, mi viejo, ni paga las medicinas que pudieron salvar a su hija. Son unos orgullosos, unos tontos. Allí está Norma muerta… Esto no era necesario.

—Pues ella estaba en su derecho de decidir qué hacer con su vida y qué aceptar —respondió Nora llena de enojo.




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