NUEVO PERSONAJE:
Nora siguió a Flor hacia su habitación. Al entrar, quedó impresionada con el amplio lugar. Miró las dimensiones, le pareció que solo aquella habitación era más grande que la casa donde vivió con sus abuelos.
—Ponte cómoda, niña. Espero que puedas sentirte como en casa —dijo el ama de llaves, antes de despedirse y salir.
El saco que había llevado, lleno con lo poco que tenía, lo encontró sobre su cama. No pudo creer, al abrir una puerta en la pieza, que tenía su propio baño, impecable y sin rastro de polvo. Nora jamás había estado en un lugar tan pulcro y perfecto. Suaves toallas que acarició, agua tibia, una tina donde se sumergió, sonriente y juguetona cuál niña. Sintió un halo de excitación ante la novedad de sus circunstancias, pero duró poco. Bastaba que recordara a su mamá y el pesar volvía como si lo llevara escrito en la piel sin poderlo lavar.
Ese había sido un día de cambios profundos para ella y aún estaba algo aturdida. Todavía no entendía muy bien lo que realmente pasó, ni se acostumbraba a la ausencia de su madre. Por instantes, tenía la sensación de que abriría la puerta, entraría para darle ese dulce beso de siempre en la frente, y un abrazo de buenas noches como solía. En una parte de Nora, seguía viva, no lo asumía aún.
La llegada de Pinto, entremezclando su profunda tristeza con una alegría discordante, aquella habitación con esa amplia cama de colchón esponjoso, sus nuevas labores, un nuevo hogar, si es que así se le podía decir, todo se conjugaba para generarle a Nora la idea de estar desubicada y llena de incertidumbre.
Se acostó allí un rato, mirando al techo, aun con el cabello mojado, rodeada por una gran toalla blanca. Abrió su saco, tomó otro vestido de flores y tela ligera y se vistió. Su patrimonio constaba de tres de esos, un viejo vaquero, dos camisas y varias pañoletas. Le gustaba amarrarlas en el cuello para secar el sudor en sus días de trabajo. Y nada de eso solía combinar. Jamás le alcanzó para esos detalles y exigencias.
Miró sobre la peinadora aquella cajita de madera que le entregó su abuelo. Se apresuró a abrirla, y allí encontró un tesoro personal, el tesoro de su madre, que no eran más que secretos.
Por encima, estaba una foto de Norma, joven, sentada sobre un caballo gigante del cual don Julio Salvador sostenía las riendas. Observó detenidamente al caballero, era fácil notar lo guapo que era. Un hombre firme, de mirada penetrante y notable atractivo. Y comprendió mejor el porqué su mamá quedó cautivada por él. Pasó a la siguiente foto. Ahora se mostraba aceptando, desde atrás, un abrazo del patrón, y… Una carta donde le explicaba sus orígenes.
La carta comenzó con una narración de hace dos décadas. Su madre, una entrenadora de caballos, llegó al rancho de don Julio para trabajar. Al conocerlo, sin aviso y de golpe, como suele llegar la ilusión del enamoramiento, se despertó un intenso sentimiento en ambos.
Norma cayó ante sus encantos y falsas promesas con rapidez. El patrón le había dicho que estaba en trámites de divorcio. Su esposa e hija, en realidad, habían dejado las tierras y por meses no las vio. Don Julio le habló de amor, del amor más bonito que podía vivir una mujer, aunque no supiera que era falso, en parte.
A los meses, su madre descubrió el engaño, cuando vio a la esposa de don Julio, Jimena, regresar de Europa con baúles llenos de regalos y demás exquisiteces. Cosa que el viejo no pudo esconder más tiempo, así como Norma tampoco pudo encubrir su embarazo.
“Sí, mi niña hermosa, don Julio es tu padre”, escribió. En la hoja quedó plasmada una mancha circular, por la que Nora pasó su dedo, como si una gota hubiese caído, claramente, su madre escribió aquella revelación entre lágrimas.
Tuvo que detener la lectura.
«¿Don Julio es mi padre?», cuestionó Nora en pensamientos. No lo podía creer. Y muchas preguntas comenzaron a pasar por su mente, embotellándose en su comprensión.
«¿Sabía él que yo existía? ¿Por qué nunca me buscó ni ayudó?», continuó preguntándose, por lo que siguió leyendo para hallar las respuestas a sus dudas.
Julio siempre quiso que Norma fuese su amante. Le prometió una vida de reina si aceptaba sus condiciones. Luego, su madre descubrió que tenía dos reinas más, la esposa del dueño del rancho vecino, Adela, y otra mujer que ni conocía. Además, le dejó claro que nunca se divorciaría, pues eso significaría grandes pérdidas para su hacienda, siendo el padre de Jimena su mejor comprador.
“Por supuesto que no acepté, hijita. Yo jamás podría destruir un hogar. Cada vez que veía a la pequeña hija de Julio corriendo por el rancho, sentía una terrible culpa. Cuídate de los hombres de sonrisa perfecta. Cuídate cuando solo con mirarlos generen en ti cosquillas donde jamás las habías sentido antes. Aléjate de ellos, mi Nora”.
Siguió leyendo, y comprendió la raíz de todas sus desventuras. Al no aceptar sus demandas, don Julio denigró a su madre con todos en el pueblo y también con los dueños de los demás ranchos cercanos y lejanos. Destruyó su reputación como mujer y entrenadora. Aunque al final, eso fue lo único que realmente se llevó inquebrantable a la tumba.
Así, comenzó una mala racha de años, que solo terminaría si ella aceptaba amar a aquel demonio de la manera en que él deseaba y bajo sus condiciones, sumergiendo a Norma en una vida de miseria.