Nora salió de su habitación con los pasos pesados y decididos a la vez. ¿Quién entraría en su habitación para robar su tesoro? Ella no tenía nada, solo esa carta, las palabras empuñadas por el corazón y escritas de primera mano. Estaba enojada, preguntándose quién podía ser tan malo para quitarle su única pertenencia valiosa.
—Flor… ¿Viste a alguien entrando a mi habitación? —indagó.
—No, niña, si en esta casona inmensa lo que menos hay es gente. ¿Quién va a entrar a tu cuarto? ¿Y por qué preguntas? ¿Te falta algo de lo que compramos?
—No, esas cosas ni me importan, Flor. La carta de mi mamá no está, es lo único que tengo de ella, sus palabras, es todo lo que poseo y me la roban.
—Bueno… pues sí es raro que no esté en tú habitación, y… ¿Es lo único que te falta?
—Sí, es lo más extraño, solo se llevaron eso. Alguien quería eso específicamente.
—Trata de pensar quién podría ser, a quién le interesaría esa carta.
Nora se quedó pensando.
—Quizá doña Jimena, supongo que si me dice bastarda es porque sabe que mi mamá… y don Julio, pues… usted sabe.
—Mira… —Se le ocurrió al ama de llaves—. Vamos a limpiar la habitación de doña Jimena, aprovechemos que salió al pueblo y si fue ella, la encontraremos.
Así se dispusieron a limpiar y aunque voltearon la habitación de pies a cabeza, nada encontraron.
—Se te ocurre alguien más, solo queda Don Julio. Te aseguro que no fue nadie de la servidumbre porque le tienen terror al don —expresó Flor.
—¿Y dónde pudo haberla escondido? Ya revisamos su pieza.
—En su despacho —sugirió el ama de llaves—. Él tampoco está, este es tu momento, niña.
Nora asintió y se dispuso a ir con aquella cesta de artículos de limpieza para comenzar a buscar. Empezó a buscar en los cajones y en el último estaba la foto que ella le había entregado para la lápida. La volteó y tenía un mensaje: “Siempre te amé, Norma”. Eso no lo tenía la foto antes, así que sin duda don Julio había escrito esas palabras.
Pues que amor tan destructivo, no pudo evitar pensar Nora.
Ella solo pensaba en que ese señor era un desgraciado y lo odiaba, luchando a diario, en pensamientos, contra el consejo de su madre acerca de no hacerlo.
La encendió en ira el saber que tenía la foto de su madre, cuando las fotos en su cajita eran todas con ese demoníaco viejo, las detestaba y no quería tenerlas. Deseó cambiarlas, pero eso solo indicaría que ella había entrado a su despacho a husmear, por lo que tuvo que quedarse en silencio.
Siguió buscando la carta y al fondo de ese mismo cajón la encontró. Comprendía que el viejo había entrado a su habitación a llevarse la carta de su madre.
—Degenerado, desconsiderado, ¿cómo me va a quitar lo único que me queda de mamá? Viejo egoísta.
Nora pudo identificar como estaba llena de rencor, sus ojos ya estaban cargados de lágrimas y allí lo comprendió.
—No puedo perdonarlo, no sé cómo hacerlo —concluyó diciendo con la mirada perdida.
Había partes de la carta subrayadas y otras tachadas. Nora no podía creer que el don había tachado palabras de su madre, por supuesto, aquellas en las que habla mal de él y subrayó la parte en que lo perdonaba. Sin duda ella admiraba a su madre y no lograba comprender cómo no se llevó ese odio a la tumba. No entendía a su mamá, por más que quisiera, no lo lograba. ¿Cómo pudo perdonar a un hombre que jamás le pidió perdón por tanto daño?, cuestionó.
Estaba decidida a no dejar su carta allí, entendiendo que descubriría que había revisado sus cosas, pero ya no le importaba, si quería podía correrla, al final, eso era mejor que seguir soportando atropellos. No sabía qué iba a hacer de ser así, pero el trabajo duro y honesto siempre dejaba fruto, como le enseñó su madre.
Buscó las fotos donde el viejo estaba con su madre, ella no las quería y las dejó en el lugar donde estaban la otra imagen y la carta. Así salió del despacho con su carta y aquella foto de su mamá, dispuesta a enfrentar los reclamos de Don Julio, sin miedo.
A la mañana siguiente, Nora se sentía algo inquieta, llena de incertidumbre, esperando que don Julio entrara a la cocina en medio de reclamos y gritos, más nada pasó.
Al llegar a las caballerizas, después de terminar sus responsabilidades para el desayuno de los señores, don Crispín abordó a Nora entusiasmado.
—Niña, hoy voy de caza. ¿Quieres venir? A ver si crees en mi oficio de rastreador.
—Me encantaría, don Juan.
—Entonces después del almuerzo salimos. Me gusta cazar al atardecer o a primera hora. Así que pasaremos la noche a la intemperie. ¿Estarás lista?
—Claro que sí, señor.
Nora estaba entusiasmada, esta sería una nueva experiencia para ella, algo que la sacaría de la rutina, ayudándola a dejar a un lado tantos pensamientos, y tal vez aprender algo nuevo. Ella disfrutaba el conocimiento y además en ese diario compartir comenzaba a ver a Juan Crispín como la noble figura paterna que nunca tuvo.