Bruto Jefe

Capítulo 22

Román se alejó de la habitación de Vera y llegó hasta la suya aún agitado, jamás había deseado tanto a una mujer que se le negara una y otra vez. Se despojó de su camisa y se sentó en la cama pensativo, no podía sacarse de la mente los labios de Vera, ni cuando tuvo entre sus manos aquel firme trasero, ¿cómo podía negarse cuando él estaba tan ansioso de ella? Pensó que sería más simple aquella tarea de conquistarla, más ahora comprendía que no sería así.

Tomó una ducha tratando de aplacar aquel fuego encendido que ardía dentro de su cuerpo. Vera, al igual que él, entró al baño y soltando sus rizos de aquel moño los dejó caer sobre su rostro, mirándose al espejo, recordando las fuertes manos de Román sobre ella, dominándola.

Aquella noche, ninguno durmió bien pensando en el otro y en la pasión intensa que se había encendido y apagado a pisotones. Vera salió de su habitación sedienta en la madrugada, llegó como pudo a la cocina sin querer llamar la atención, abrió la puerta de aquella gran nevera que miró impresionada por dentro, tenía casi cualquier cosa que se pudiera desear, más ella solo se sirvió un vaso de agua.

Escuchó a lo lejos unos sonidos, un golpeteo que siguió de puntillas, intentando guardar el mayor silencio. Así, llegó hasta una puerta de madera muy bonita, algo entreabierta y se asomó apenas para encontrar a Román esculpiendo con maza y cincel sobre un bloque de mármol. Caviló que tampoco él podía dormir y lo observó por un momento, estaba sin camisa y daba aquellos golpes certeramente, lucía tan atractivo, después de todo, sí es el señor sexi, pensó sonriendo. Ella no podía imaginar qué haría y sintiendo intriga decidió retirarse no queriendo interrumpirlo.

 

 

Amaneció y a Vera le dolió un poco la cabeza después de tanto trajín y de aquella noche de sensaciones fallidas y pasiones disipadas en el aire. Todo eso generó que le costara conciliar el sueño. Tomó una larga y relajada ducha, en el fondo estaba nerviosa de encontrarse con Román aquella mañana e intentaba dilatar el tiempo lo más que pudiera, sin saber que ya no estaba en casa.

Vera se alistó, usó un bonito vestido otoñal que le regaló Megan, recogió su tupido cabello en una pañoleta que combinada con su atuendo dejando caer uno que otro descuidado rizo, se colocó un suave maquillaje y al mirarse al espejo fue capaz de notar que había guardado cada detalle y que lucía bonita, dulce.

Lamentó que Román fuera un tipo tan pasional, eso estaba bien, le gustaba, pero solo para ciertos momentos. Le parecía que su jefe era incapaz de comprender lo que ella esperaba o soñaba, quizá es demasiado pedir, pensó, y estaba siendo una desubicada exigente que perdía una gran oportunidad, la cual, aunque terminaría, al menos la habría disfrutado. Luego, algo desanimada, bajó a la cocina y llamó a Román pero nadie respondió.

Vera se preguntó dónde estaría él, quizá se molestó por lo que pasó anoche, caviló y así, recién casada, en su primer día como la esposa de Román Salvador ya era dejada sola. Caminó por aquella gran casa, era hermosa, todo estaba en su lugar, era perfecta, nada salía de combinación, la única que pasaría desentonar era ella, porque hasta Román combinaba allí.

Con intriga se dirigió al taller de su esposo pensando que tal vez lo hallaría allí. Apenas abrió un poco la puerta para notar que tampoco estaba, aquello la desanimó, pues tenía la esperanza de al menos encontrarlo dormido allí con su cabello suelto y aun sin camisa, por supuesto, pero no, Román no estaba.

Vera se tomó el atrevimiento de entrar y miró las esculturas hechas por el vikingo, eran realmente hermosas, tenían un acabado perfecto, con la calidad de esas obras de antes como las que estaban en los museos, tenía mucho talento y se preguntó qué hacía en un estudio de cine, quizá lo hace por su madre, fue la única respuesta que pareció darle sentido a la vida de Román.

Había obras abstractas, curvas sin principio ni fin, cuerpos perfectos, pero la que más le impresionó fue aquella chica semidesnuda cubierta por una sábana como si se acabara de levantar de la cama, intentando cubrirse después de una íntima noche, huyendo de algo mientras miraba hacia atrás, con el cabello movido por el viento, o al menos así la imaginó, quizá por su fallido encuentro de antes.

Vera pasó su mano sin poder creer que aquella tela fuera de piedra, pero al palparla, era fría y firme como el mármol, sin duda, Román era un escultor talentoso y sus obras debían estar en alguna galería, no allí escondidas en el silencio de aquel taller.

 

 

Román se levantó muy temprano aquella mañana, durmió muy poco, pues entre apagar el fuego que Vera había dejado sin consumir y esculpir solo unas tres o cuatro horas alcanzó a descansar. Así, al despertar, se alistó, salió y sin esperar llamó a sus hermanos.

—Hola, Tomás, ¿cómo estás? —saludó Román.

¿Hermano? ¿Y eso que me llamas en tu primera mañana de casado? —indagó sin esperar eso del vikingo.




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