Bruto Jefe

Capítulo 48

Luego de recibir la bofetada, Vera no pudo mantener el equilibrio, trató de sostenerse de la pared mientras caía, pero su mano solo se deslizó hasta abajo, donde terminó cayendo sobre su cadera. Un aturdimiento así jamás lo sintió antes, no había peleado ni siquiera con otra mujer, menos un hombre la había golpeado. Atontada, intentó incorporarse colocando una mano sobre su rostro que parecía palpitar de dolor.

Por su parte, César caía en cuenta de lo que había hecho, golpear a una mujer era nuevo para él y por un instante se dio cuenta de que era un hombre que descendía lentamente hacia la decadencia, sin poder detenerse ya. Un sentimiento de culpa le sobrecogió, más no sabía cómo reaccionar al ver a Vera tirada en el suelo, intentando levantarse con torpeza. “Yo no soy un maltratador. Yo no soy así”, caviló y sintió ira, pues siendo un malcriado, siempre culpaba a los demás de sus acciones y desventuras, por lo que tomó a Vera por el cuello y acercando el oído de la chica a su boca, masculló:

—Yo no soy así, no soy un maltratador, Vera. ¿Qué me has hecho, mujer? ¿En qué me estás convirtiendo?

La chica sintió un miedo nuevo, uno que jamás había experimentado antes, miedo a la fuerza de un hombre orate, y… ¿Por qué no?, miedo a la muerte. Él la sacudía mientras le hablaba, sus rizos se agitaban, ella se aferraba a las muñecas de César y asentía nerviosa. Sus ojos se pusieron aguados, pestañeó y al fin una lágrima recorrió su mejilla cargando su terror por el momento que duró. Sin embargo, Vera era una mujer fuerte, una que se indignaba y sacando valor sin saber de dónde, se atrevió a hablar:

—Yo no te hecho nada, cobarde —balbuceó casi sin poder hablar, pues el Álzaga apretaba su cuello. Pensó en decirle que Román lo mataría, pero eso solo lo alteraría más y ella debía ser inteligente, recordó aquellas difusiones del gobierno en la televisión, “no enfrente a su atacante. Ceda a sus demandas”, por lo que calló.

Él se rio de ella.

—Yo no soy ningún cobarde, soy el tipo más perseverante que jamás hayas conocido y se los demostraré. Me rechazaste por un bruto que no tiene mucho más que ofrecer. Tú eres una mujer inteligente, Vera y te mereces algo mejor, pero eres vacía como todas las demás conquistas de Román.

¿Vacía?, se preguntó Vera en pensamientos. Ella podría ser varias cosas, pero vacía no era una de ellas.

—Vete ya a tu casa con el idiota de Román. Nos vemos mañana —ordenó César soltando al fin su cuello dándole un empujón que le hizo perder el equilibrio sobre aquellos delgados tacones altos, por lo que cayó de nuevo de rodillas.

César arregló su traje y salió sin mirarla siquiera.

Vera permaneció en silencio, agachada, sobrecogida, hasta que escuchó la puerta del ascensor cerrarse, sintiendo que le quitaban un peso de encima, aquella sensación de ligereza no era más que el miedo al fin la dejaba, ya César no estaba, no había amenaza. Se colocó la mano en el pecho, sentía el corazón latiendo como loco y al fin lloró cubriendo sus ojos, liberando toda aquella carga que el terror y la sorpresa habían dejado. Se levantó apresurada, limpió sus lágrimas, se acercó a su escritorio, escribió en un papel que dejó allí, “renuncio, idiota” y abrazando dos carpetas llenas con copias de documentos, se apresuró a salir de allí, antes de que a César se le ocurriera regresar.

Llamó el ascensor con cierto temor, sentía que al abrir las puertas estaría el Álzaga aún allí, pero descansó cuando no fue así. Mirándose al espejo, vio que su rostro lucía rojo, acomodó sus rizos allí, cubriéndose media cara, tenía que guardar la compostura, Román la buscaría y con lo impulsivo que era, no quería que aquello generara más problemas.

Sin embargo, se sentía alterada, caminaba volteando a mirar por momentos, estaba oscuro y el edificio lucía solo. Era una noche fría y venteada, por lo que aferró una de sus manos a su chaqueta para cerrarla aún más. Escuchó un sonido en la calle y volteó a mirar asustada, pensando que César la sorprendería por detrás, terminó dándose un inesperado tropezón, mientras Román la veía caer de lejos, por lo que se apresuró a auxiliarla.

Una de las carpetas que sostenía Vera se abrió al caer, las hojas volaron por el aire y ella extendió una de las manos tratando de retomar lo que podía, pero el viento hizo de las suyas alejándolos. Así, llegaron las hojas hasta la calle y los carros las pisotearon sin detenerse, la frustración que sintió fue grande y permaneció allí en el suelo frente a aquel lujoso edificio mirándolas volar por el aire.

Sin aviso, Vera sintió como si una fuerza superior le susurrara en el oído a través del viento: “Ya déjalo ir”. Román posó sus manos en sus hombros tomándola por sorpresa, ella volteó a mirar y al encontrarse con aquel preocupado rostro de ceño fruncido, rompió a llorar.

El vikingo se arrodilló frente a ella inquieto de verla así, quebrada, conmovida y la abrazó.

—Mi amor, ¿qué te pasó? ¿Por qué estás así?

Luego tomó su rostro entre sus manos y su esposa se quejó cuando tocó su mejilla.




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