Entretanto, después de terminar de barrer el piso del corredor principal de las caballerizas, Shasta decidió montar su caballo y recorrer el rancho Salvador. No solía tener la libertad de hacer lo que quisiera sin sentirse vigilada, más los últimos días había podido hacer lo que le provocaba después de cumplir sus labores. Aquella sensación de independencia era nueva para ella y le encantaba.
La señora Nora invertía casi toda su mañana entrenando a Isha, por lo que se disculpó con Shasta al no tener tiempo de atenderla, pero la chica estaba feliz de ver a su hermano entusiasmado por algo, de alejarse de la crítica mirada de su padre y así se entretenía trabajando con Crispín que era un viejo con muchas historias que contar como su abuela.
Con una tijera, que pidió prestada a don Juan, cortó un poco la larga crin de su nuevo caballo. Se tomó el tiempo de peinarlo con la bruza y lo consintió contándole sobre su vida y sus sueños, como si fueran viejos amigos, siguiendo el consejo de Crispín: “Háblale para que establezcas una amistad con él”. Tejió trenzas por toda la crin como ella hacía con su cabello, colgó plumas y cuentas de madera y miró satisfecha el resultado, su caballo nuevo lucía hermoso y los abrazó por el cuello, cerrando sus ojos llorosos, sintiéndose dichosa, pues por primera vez tenía algo que era de ella, solo de ella.
Al culminar, montó su corcel, y sin darse cuenta llegó hasta la gran casona Salvador, que admiró impresionada. Una mansión hermosa de estilo rústico y apariencia acogedora, aunque fuera inmensa. Tenía varios niveles y todo lucía perfecto, nada había sido dejado al azar allí. Recorrió con la mirada el lugar. Para su suerte, Diego la miró desde los grandes ventanales y se apresuró a salir a saludarla.
—¡Shasta! —dijo alzando la mano en un saludo—. Hola…
—Hola, señor Diego —respondió, sintiéndose inquieta de nuevo.
Su caballo lo percibió y relinchó alerta. El Balderas tomó la rienda del animal y acarició su cuello para calmarlo.
—Disculpe, señor. Solo estaba viendo la casa, es muy bonita. Ya me voy.
—No te disculpes. Puedes venir a verla las veces que quieras, y Shasta… No me digas señor, ¿Quieres pasar? ¿Verla por dentro?
—No —respondió con rapidez y una risilla nerviosa.
—Vamos. Es solo pasar a verla, nada más.
—Es que no quiero interrumpir, ni incomodar. Yo ya me iba. —Lamentó no saber qué decir cuando estaba con él, quedaba anulada y decía que haría lo que no quería hacer.
—Pues no aceptaré un no por respuesta —insistió Diego. Ató al caballo y con decisión tomó a Shasta por la cintura, ayudándola a bajar, dejando a la chica sin opción.
Así, entraron a aquella imponente casona de techos altos. Shasta jamás había estado en un lugar así y lo recorrió con asombro en la mirada. Del alto techo colgaban lámparas grandes de hierro forjado con bombillos que simulaban la forma de una vela, creando un ambiente hogareño.
En su casa solo había un viejo sofá y aquí había dos juegos de muebles para la sala en color hueso. ¿Acaso no es suficiente con uno nada más?, caviló la chica, y supuso que con algo tenían que llenar aquel inmenso lugar. Grandes escaleras, terrazas a los lados, troncos enteros y pulidos de un bonito color que servían como vigas de soporte principal y aquellos grandes ventanales de dos pisos y que permitían ver el casi infinito campo.
Diego observó a la chica y supo que estaba impresionada.
—Así lo decoró don Julio. Este lugar a veces me parece exagerado —dijo la verdad. Era un lugar que exhibía excesos y luego se sintió incómodo cuando recordó la miseria de la reserva de dónde venía Shasta.
Quizá no fue buena idea traerla aquí —pensó el Balderas.
—Es muy bonito el lugar. Hermoso —replicó ella sin saber qué más decir.
Diego tomó su mano y la guio hacia las escaleras. La joven correspondió su agarre y lo siguió.
—¿A dónde me lleva?
—A ningún lugar, solo quiero que veas la casa —Mintió. La segunda planta era más solitaria y allí tendrían más privacidad.
Caminaron tomados de la mano hasta el gran ventanal. Ella miraba absorta el lugar y Diego la admiraba a ella.
—Me encanta como arreglas tu cabello, esas cuentas y detalles que te pones y ese collar. Te ves muy bonita.
Shasta sonrió avergonzada y colocó su cabello detrás de la oreja. No todas las chicas de su reserva usaban esos accesorios, pero a ella le gustaba mantener viva su cultura.
—Es nuestra costumbre usar estas cosas.
Él asintió. Sabía que debía tomarse el tiempo de solo conversar, de conocerla, pero no se aguantaba las ganas de devorar aquellos labios que ya había probado. Así, la tomó por los hombros, haciéndola girar, colocándola frente a él y, sin poder esperar más, se atrevió a preguntar: