Búscame en las estrellas (resubiendo)

Prólogo

El agua fría cae sobre mi cabello, pero no hago el más mínimo intento por cubrirme.

Es como si, por ahora y para mí, simplemente no existiera. Meto las manos en los bolsillos de mi pantalón, que seguramente amanecerá arruinado mañana y me hará merecedor de un buen regaño de mamie Hella. Me distraje un poco imaginando cómo será su reacción. Al cabo de unos minutos, concluí que no será tan grave, y alzo la vista al cielo, esperando que la luna o las estrellas me den alguna respuesta a las preguntas que no me atrevo a formular en voz alta.

Pero no tengo éxito.

Aún así, cuando oigo un crujido entre los arbustos un par de minutos después, tengo la sensación de que me escucharon.

Sonrío un segundo. Breve y suave.

Solo puede tratarse de ella.

La única persona capaz de estar bajo la lluvia y entre arbustos a estas horas de la noche.

—¡Hola, Dorian! — ella saluda, suando esa efusividad que la caracteriza.

Yo apenas logro mantener el equilibrio cuando se abalanza sobre mí.

—Te he dicho que no me llames así —me quejé, aunque más resignado que molesto—. Ya tengo suficientes nombres como para que vengas tú a inventarme otro.

—Ninguno me gusta.

Rodé los ojos ante su comentario, pero no lo respondí.

¿A qué hora habrá llegado? Y más importante aún: ¿cómo?

Más le valía no haberse trepado por el árbol de nectarinas otra vez. Esta chica va a terminar rompiéndose el cuello un día de estos si no deja de ser tan impulsiva... En fín, ya estoy tan acostumbrado a su actitud que ni siquiera pierdo el tiempo dándole un sermón sobre la precaución. Sé que no me haría caso, de todos modos.

En lugar de eso, volví a mirar al cielo, esta vez acompañado. La luna parece parpadear una respuesta muda, lo que solo podía explicarse con que: o estoy perdiendo la cordura, o de verdad emitió un destello en el momento justo.

Suspiré con una sonrisa irónica. Ya también hablo con los astros.

Cada día me parezco más a ella... benditos dioses.

—¿Bonita, verdad? —preguntó, sacándome de mis pensamientos.

—Lo es.

—¿Qué haces aquí, Dorián? Supe que tenías una fiesta esta noche.

Esa capacidad mágica que tiene para enterarse de todo.

—¿Supiste?— repetí, manteniendo la sonrisa—. Seguramente Chia te dijo.

—Bueno, lo sé, que es lo importante.

Negué con la cabeza.

—Bailé un poco con ella antes de escaparme—respondí, sin mucha intención de explicar más—. Quizá debería volver...

Ella lo pensó brevemente antes de saber qué decirme.

—Debes aburrirte horrores, supongo— hizo una pausa—. Bebiendo alcohol que no embriaga, bailando canciones lentas e incomodísimas con tu hermosa chica, comiendo bocadillos gourmet... Seguro ya ni le encuentras el chiste y para este punto, nada de eso se compara con mirar la luna, ¿no?

No había malicia en su tono, solo una pequeña pizca de picardía.

—Todos hablan de lo hermosa que es, pero nadie se detiene a pensar que, quizás, se siente sola allá arriba—ignoré todo lo demás que había dicho a drede.

Porque eso era justo lo que sentía.

Todos me admiran, me elogian, me siguen… Aman lo que represento, pero nadie se ha preocupado realmente por mí. Nadie… hasta que llegó ella.

Ella se preocupa por todos.

Después de un largo silencio, volvió a hablar:

—No está sola —la miré, intrigado por lo que sea que fuera a decir—. Tiene a las estrellas, Andrew. Ellas la acompañan y la cuidan durante la noche.

Esa voz suya, soñadora y suave como la brisa, siempre me hacía pensar que había mucho más en la vida de lo que yo estaba viviendo. Comentarios como ese me hacían sentir pequeño al lado de su plenitud.

—Supongo que tienes razón— cedí, sin ganas de discutir.

—¿No tienes frío?— solo entonces noté el atuendo ligero que llevaba puesto.

—Me gusta el frío— ella dijo, encogiendo los hombros un poco—. ¿Sabes, Andrew? Cuando muera, espero convertirme en una estrella. Así podré hacerle compañía a la luna para que nunca esté sola.

Otra vez con sus ideas locas. Todavía recuerdo la leyenda que me contó sobre las reencarnaciones, en cómo todos lo haremos, viviremos de nuevo y mejor… pero eso no importa ahora.

Lo que me sigue sorprendiendo es la serenidad con la que habla de la muerte. El cómo acepta que es un destino inevitable y la encuentra casi deseable. Recuerdo que, la primera vez que tocamos el tema, llegué a pensar que se quería morir, pero enseguida decía alguna de sus ocurrencias y el pensamiento se disolvió como si nunca hubiese existido.

Hasta que ella no mencionaba de nuevo.

A mí la muerte siempre me ha aterrado.

Y esa es la razón por la que ella me apodó “Dorian”. Sí, como el personaje de ese libro.




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