Buscando activamente

Capítulo 1

Ania

Abro la puerta del piso y oigo voces que vienen de la cocina. Otra vez está de visita la hermana de mi madre y, además, mi madrina. Últimamente aparece por aquí con demasiada frecuencia…

Estoy agotada, como un perro. En el trabajo hay un caos total: todos corren de un lado a otro fingiendo una actividad frenética porque ha venido la alta dirección y a nuestro departamento le amenaza una posible disolución. Si pierdo el trabajo, ¿dónde me voy a esconder entonces de la familia pesada?

Doy un portazo para avisar de que he llegado, pero me da la impresión de que tía Zina empieza a hablar aún más alto. El tema de conversación no cambia nunca: yo.

—Deberías tomar ejemplo de Catalina —dice—, ella sí que sabe: se ha casado por tercera vez, y cada marido mejor que el anterior.

—Bueno, qué le vamos a hacer… —suspira mi madre con amargura—. Así han salido… Una guapa y activa, la otra lista. —Lista soy yo, por lo que entiendo.

—¡Ay, pero qué trabajo es ese que tiene tu Ania! ¡Como si fuera una eminencia científica! —remata mi “queridísima” madrina, dejándome por los suelos. Y, la verdad, ¿qué puedo decir para defenderme? Es cierto: técnica de laboratorio en una universidad de segunda… no es precisamente la cima de la evolución.

Me quito el abrigo, los zapatos, y voy a entregarme… no voy a quedarme plantada en el pasillo.

—Buenas tardes, tía Zina —saludo al entrar en la cocina.

—¡Ay, Ania, no te hemos oído llegar! —sí, claro, me lo creo—. ¿Tendrás hambre? Siéntate, cena con nosotras.

—Ahora mismo, voy a cambiarme y lavarme las manos —digo, señalando hacia el baño. Todavía guardo la esperanza de que, para cuando vuelva, tenga la “decencia” de marcharse a su casa.

Me doy la vuelta para irme. Ni siquiera he dado dos pasos cuando vuelve a la carga hablando de mí. Y pensar que las crió la misma mujer, mi abuela… aunque a veces parece que a tía Zina la hubieran dejado en nuestra familia por error, como si la hubieran cambiado los gitanos.

—No, si al final tu Katia te ha salido más guapa. Y lo mejor: espabilada. Con treinta y dos años… ¡y ya va por el tercer marido!

Catalina es mi hermana mayor. Nos llevamos nueve años. Y sí, está casada por tercera vez. ¡Bravo por ella! ¿Qué más puedo decir? Lo más curioso es que cada nuevo marido resulta, de verdad, mejor que el anterior. Un auténtico disparate… A los tres los conoció a través de un sitio de citas online. Y eso que dicen que ahí solo hay raritos… Pues, por lo visto, a Catalina le tocaron todos los ejemplares excepcionales: trabajadores, de buen ver, de la edad justa…

Lo gracioso —según ella misma— es que, estando casada con uno, por pura casualidad conocía en la web al siguiente… que acababa siendo su futuro marido. Registraba a sus amigas, quería hacer una buena obra, y al final lo que hacía era cambiar al “marido viejo” por uno nuevo.

Me lavo las manos y voy hacia mi habitación. Paso por el salón. Mi padre está sentado frente al televisor. No le gusta mucho la hermana de mi madre y a menudo discuten, así que hoy, por lo visto, ha preferido no arriesgarse y desaparecer de su campo de visión.

—Hola —me acerco y le doy un beso en la mejilla—. ¿Refugiándote de la tormenta? —le digo, aludiendo a la tía Zina.

—Si supieras lo que me irrita… —responde, agitando la mano—. Y que si tú, que si tú… ¡parlotea como una cotorra sin parar! Hasta su voz me pone nervioso. Mira, que ha venido a por ti —me advierte, moviendo el dedo índice en el aire.

Frunzo el ceño. ¿Será posible que haya venido a encasquetarme otro candidato a marido?

Asiento, aceptando la información, y me dirijo a mi cuarto.

Sí, vivo con mis padres. Y sí, tengo veintitrés años. Pero con mi sueldo no puedo permitirme alquilar un piso. ¿Qué hago, no vivir?

Me cambio de ropa y vuelvo con las marujas. No sé qué le habrá dado de comer mi madre a la tía Zina, pero tiene las mejillas encendidas como dos faroles rojos. Seguro que han estado dándole al licorcito de guindas.

Voy a coger un plato para servirme, pero mi madre salta y, con un “Siéntate, siéntate, que yo te sirvo”, me lo quita de las manos y empieza a trajinar. Me siento frente a la tía Zina. Ella, como una señora de zarzuela madrileña —robusta, imponente, con presencia de matriarca—, me observa como si fuera una mosca bajo el microscopio.

—¿Qué tal, Anna? —con su pregunta me ha recorrido un escalofrío.

—Deja que la niña coma, al menos —empieza a lamentarse mi madre.

—Sí, la “niña”… Y luego te quejas de que se te queda soltera.

—No me quejo, comparto mis preocupaciones.

—Pues no te metas, que quiero hablar con ella —mi madre deja en la mesa un plato con puré y una albóndiga. Yo miro el plato, luego a la tía Zina… y se me quitan las ganas de comer. Siento que nada bueno va a salir de esta conversación.

—¿Quieres casarte? —así, sin preámbulos. Mi madrina ha decidido coger al toro por los cuernos… o, en mi caso, a la coger al toro por los cuernos. No sé por qué me entran ganas de soltar una risita, pero me contengo. Si me río, me va a bañar en reproches cuando empiece a soltar todo lo que piensa de mí.




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