Buscando activamente

Capítulo 2

Ania

La mitad de la jornada laboral ha pasado volando, y todo porque los jefazos que han venido nos hacen correr como ardillas en una rueda. Ni siquiera he podido parar a comer, las tareas no dejan de acumularse.

Corro por el pasillo con una pila de carpetas en brazos. Suena el teléfono en el bolsillo. Intento sujetar las carpetas con una mano y, como puedo, consigo sacarlo.

—¡Sí!

—Hola, ¿tú eres Ania? —justo paso junto a los espejos del vestíbulo de nuestro instituto de investigación. Tenía una ligera duda, pero al ver mi reflejo me queda claro que sí, que soy esa tal Ania. Llevo mi habitual traje gris, jersey de cuello alto blanco, gafas y un moño que, de tanto ir de un lado a otro, se ha deshecho un poco. En resumen, nada ha cambiado de forma radical.

—Sí, soy Ania. ¿Y usted?

—Soy Valera. Me dio tu número Zinaida Mijaílovna.

—¿Quién? —hago memoria. Zinaida Mijaílovna… ¿será alguien de la dirección?

—Una pariente tuya… ¿o me he equivocado de número? —al oír lo de “pariente” me viene a la cabeza la imagen de la tía Zina. Ya ni me acordaba de que su segundo nombre era Mijaílovna… ni de que le había prometido conocer a “un buen chico”. Menuda memoria la mía…

—Sí, sí, ya recuerdo. Es que en el trabajo hay un caos tremendo y no he caído en seguida.

—Entonces… ¿quedamos?

—Vale, sobre las siete en la cafetería “Black”, la que está en el paseo marítimo. ¿Te parece bien?

—Perfecto, allí estaré —y cuelga. Podría al menos haber dicho cómo es para reconocerlo… Bueno, ya me apañaré; de todas formas, ya tengo su número.

Para mi sorpresa, los jefazos no nos retuvieron más de la cuenta y nos dejaron salir a la hora habitual. Aunque, con lo cargado que ha sido el día, no me apetece nada ir a la cita. Me duelen las piernas… lo que me pide el cuerpo es ponerlas en alto para que baje la hinchazón, y la espalda, en cambio, estirarla en horizontal. Y, de paso, quitarme los restos de maquillaje y ponerme dos rodajas de pepino en los ojos… Relax…

Sí, y de paso adoptar un gato que no pare de maullar y poner el Telediario de la noche a todo volumen… pura alegría.

Varias veces cogí el teléfono con la intención de cancelar “el evento” o aplazarlo, pero enseguida me venía a la cabeza la imagen de mi madre con cara triste y me frenaba. Basta, me recompongo, me planto una sonrisa y allá voy. Quién sabe… igual es el destino y yo aquí resistiéndome.

Llegué antes de la hora acordada. Esperé cinco minutos y decidí pedirme un café; al fin y al cabo, tenía hambre.

O el café se acabó demasiado rápido o el tiempo pasaba demasiado lento… y del “buen chico” ni rastro. Por cierto, ya son las siete. Bien, empezamos la tabla mental de “pros y contras”: primer contra — impuntual.

Siete y diez. Nada.

Siete y once. Nada.

Y así, cada minuto, volvía a mirar el reloj.

A las siete y veintitrés se abre la puerta y entra un chico. Sé al instante que es Valera. Sin ánimo de ofender a todos los Valeras del mundo —perdón, de verdad—, pero este espécimen concreto de homo sapiens grita “me llamo Valera” sin necesidad de presentarse.

Lo más curioso es que él también supo al instante que yo era Ania. Hasta que nuestras miradas se cruzaron, masticaba chicle con entusiasmo; en cuanto lo hizo, se le quedó la boca entreabierta, sin terminar el movimiento de masticar.

Entendí perfectamente que no le había gustado. Pues mira, cariño, tú tampoco eres Brad Pitt… que, con sus sesenta, está bastante mejor que tú con tus veinticinco.

No sé qué le habrá prometido la tía Zina, pero en su cara había tanta resignación, abatimiento y… se notaba que cada paso que daba hacia mí lo hacía a la fuerza. Estaba claro que iba evaluando la situación; el último paso lo dio con más seguridad, seguramente ya había tomado una decisión. Veremos en qué acaba esto.

—Bueno… esto… hola, ¿no? —dice, sentándose enfrente.

—Hola.

—¿Qué, cómo estás? —el inicio de la conversación está servido. Me parece que por teléfono no decía “¿qué?”. ¿Será que Valera está tan impresionado que ha entrado en modo macarra? Otro punto negativo que empieza a irritarme.

—No es “qué”, sino “cómo” —sé que corrigiéndole no estoy mejorando el contacto entre nosotros, sino todo lo contrario. Aunque, ¿hasta dónde más podría empeorar?—. Pues… depende. Por la mañana, bien; pero hacia la tarde, no tanto.

—Ya… Tu tía me dijo que trabajas en un instituto de investigación. ¿Qué investigáis? —vaya, el sujeto no es domesticable.

—Es… complicado —frunzo el ceño y hago un gesto con la mano.

—¿Eso qué es, una indirecta para decir que soy tonto?

—No. No es una indirecta —por poco suelto que se lo diría directamente—. Es solo que ya tengo bastante trabajo en el trabajo. Me apetece una charla ligera, no todo ese rollo.

—Entonces, ¿qué? ¿Nos vamos a mi casa? Así hacemos la charla lo más ligera posible —me guiña un ojo.

—¿Conocer a tu madre? —recuerdo la conversación con mi tía sobre su “piso de tres habitaciones”.




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