Ania
Dicen que hoy en día es muy difícil encontrar el amor…
¡Eso es porque todavía no han intentado buscar trabajo!
Aunque a Liuda y a mí nos pagaron todas las indemnizaciones que nos correspondían, y la cantidad que llegó a mi cuenta me dejó noqueada un par de segundos —nunca había tenido tanto dinero junto—, la mente fría me recuerda que el dinero tiene la mala costumbre de acabarse. Así que, ya al día siguiente, estaba plantada frente a las puertas de la oficina de empleo junto con una multitud de otros desafortunados. Pero resultó que no podía entrar directamente a la cita: solo podía coger un número, apuntándome para la primera hora y fecha libres… y ya estaban dando turno para la semana siguiente.
Me impongo la meta de encontrarme un trabajo decente cueste lo que cueste, y desde luego no de cajera… No me gustan tanto las personas como para contemplarlas durante un turno completo de doce horas. Al pasar junto a un quiosco, compro esos periódicos locales de chismes donde los empleadores publican vacantes. Y ahí empieza el verdadero infierno.
Con mi primer trabajo todo fue rápido: nadie se peleaba por un puesto mal pagado, así que no había candidatos. Yo llegué… y me contrataron. Esa fue toda la cadena de acontecimientos.
Ahora, en cambio, al marcar uno tras otro los números que aparecen en los anuncios, solo escucho negativas: la vacante ya está cubierta. ¡Y eso que el periódico salió esta misma mañana! O bien publican el anuncio porque la ley lo exige —en el caso de empleos públicos— y el puesto ya está reservado para algún pariente, o bien los empleados del periódico trafican con las vacantes, teniendo acceso primero a la información… O los candidatos más rápidos acampan junto al quiosco por la noche.
Por curiosidad llamé a una empresa que buscaba mozos de carga, pero solo quedaba un puesto libre…
Decido pasar al siguiente nivel. El periódico es cosa del pasado, ahora manda internet.
Así que abro la web Currantes.net, pongo el filtro en las especialidades adecuadas y le doy a buscar. Por cierto, terminé la universidad en la especialidad de “Contabilidad y fiscalidad”. No soy máster, claro, sino una modesta especialista, con “е” minúscula, porque no he trabajado ni un solo día en esa profesión. Me lo tomé a la ligera al elegir mi primer empleo… Ahora la única anotación en mi libreta laboral dice que soy “Ayudante de laboratorio de segunda categoría”, y de contabilidad o fiscalidad, ni rastro. Es difícil convencer a un empleador de que recuerdas algo de lo que estudiaste en la universidad cuando ya han pasado dos años y no tienes ninguna experiencia en la especialidad.
La primera oferta que me propone la web en la lista se había publicado literalmente hacía un minuto. Pulso el número indicado en el anuncio y el teléfono empieza a marcar automáticamente.
—Buenos días, llamo por la oferta para el puesto de “Contable”.
—Hola —me responde una señora al otro lado—. ¿Tiene experiencia laboral? En el anuncio se indica que se valora la experiencia.
—No —dudo un momento—, pero terminé la universidad en esta especialidad, aprendo rápido, soy comunicativa, resistente al estrés y… —lanzo mi argumento estrella— no tengo hijos y no estoy casada.
—Bien, venga mañana a la dirección indicada en el anuncio, a las diez de la mañana. Rellenará una solicitud, hará unas pruebas y, según el resultado, se tomará una decisión. Dígame su nombre y apellido, la registraré como candidata…
Se los dicto y me despido. No sé cuál será el resultado mañana, pero hoy todavía puedo llamar a algunos sitios más, por si acaso.
Marco el siguiente número…
—Buenos días, llamo por el anuncio, sobre el trabajo —empiezo mi discurso preparado.
—No damos información por teléfono, venga a la dirección y aquí lo hablamos —dice una mujer con voz triste o cansada.
—De acuerdo… —Tecleo la dirección en el navegador y casi silbo al ver el resultado—. Eh… ¿están en las afueras de la ciudad?
—Si viene desde el centro, tome el autobús ciento veinte hasta la última parada. Trabajamos hasta las cinco. ¿Entonces viene o qué? —un poco nerviosa.
Bueno, pienso, quizá allí tengan unas condiciones estupendas y un sueldo digno de un oligarca principiante.
—Iré.
—Pues muy bien —responde ella con una alegría excesiva a mi contestación—, te espero.
Decidí seguir su consejo. Llego primero al centro, hago transbordo a la ruta que necesito y… ya llevo cuarenta minutos hasta la última parada. ¿A qué hora tendría que levantarme por la mañana para llegar a este trabajo? No, no… siento que he tirado el dinero del billete, porque aunque me ofrecieran un paquete social completo, un buen sueldo y comida gratis, los viajes diarios de una hora por la mañana anularían todas las ventajas. Pero ya voy, lo prometí.
Bajo del autobús. Zona industrial. A mi alrededor, solo vallas de dos metros. De repente me entra una inquietud en el estómago. El ladrido de perros detrás de una de las vallas añade adrenalina a la sangre. Me giro al oír el rugido de un motor: es el autobús que se marcha en dirección contraria. Me entran ganas de correr detrás de él gritando:
—¡¿Y yo qué?! ¡No me dejen! ¡Voy con ustedes!