Ania
—Antes ni me había fijado en eso… —dice pensativa mamá, mirando algo en mi armario.
—¿En qué exactamente? —estoy ocupada preparándome para la entrevista, fijada para las diez. Mis padres saben de mi despido y de que ahora estoy en plena búsqueda activa. No, no me apuran ni insisten en nada; al contrario, me dicen que no me precipite, que me lo tome con calma, que quizá me tome unas pequeñas vacaciones… en casa de la abuela, en el pueblo… a principios de marzo. Y yo pienso: ¿después de qué voy a descansar, si mi trabajo era “no pegarle al que está en el suelo”? Al contrario, se me ha abierto una segunda respiración; diría incluso que tengo ganas… tantas, que por dentro todo se agita y se desborda en energía.
—Toda tu ropa es tan…
—¿Tan qué? —dejo la plancha a un lado y concentro toda mi atención en ella.
—Gris… apagada… sin gracia. ¿Dónde compraste este traje? —levanta la manga de la chaqueta, mostrándola como ejemplo.
—En una tienda —me encojo de hombros—, donde venden ropa para escolares. ¿Y qué?
—Ania… sin palabras —mamá abre las manos.
—¿Qué tiene de malo?
—Pues que así, ¿quién te va a contratar? —señala con la mano el sufrido traje. La verdad, exagera. El traje es un traje. Sí, gris, sí, algo gastado, pero es mío… Llevo dos años con él: con nieve, con lluvia; con calor y con frío… para mí es casi como un pariente. —Como hace cien años, te juzgan por la ropa, y desde entonces nada ha cambiado. La cabeza es la cabeza, pero la apariencia debe embellecer y resaltar, no afear descaradamente. ¿A qué hora tienes la entrevista?
—A las diez.
—Vístete, vamos, aún tenemos dos horas; compraremos algo decente —mamá se dirige con paso decidido a su habitación.
Miro el traje con ojo crítico. Sí, la verdad es que tiene un aspecto triste. Creo que no vale la pena discutir con mamá y que debería decidirme a comprar ropa nueva. Si quiero cambios en mi vida, al menos debo poner un mínimo de esfuerzo para sacarla del punto muerto.
Qué suerte que, a apenas cinco minutos andando de casa, tengamos un enorme centro comercial. Allí nos dirigimos con mamá.
Hacía mucho que no íbamos juntas de compras… Probablemente desde mis años de colegio. En la universidad me acompañaban mis amigas y compañeras de clase, y cuando empecé a trabajar, simplemente dejé de ir a los centros comerciales. Muy pronto caí bajo la influencia de mis nuevas compañeras de trabajo.
«¿Para qué comprar una blusa nueva si la vieja no tiene ni una mancha?». «¡Esa falda es estupenda, hecha de una tela que dura toda la vida!». «Anda, cósete esas medias, total, el agujero está alto y nadie lo verá».
Y así, un montón de consejos. A Liuda le fue mejor: entró a trabajar después que yo. Tengo la sensación de que a “nuestras” damas les bastaba con una sola “protegida” o “conejillo de indias”. A Liuda no le decían nada, ni consejos ni comentarios. Quizá todo su aspecto llamativo gritaba que era inútil intentarlo.
En una hora nos apañamos con mamá. Tengo una figura estándar, talla común. Compramos un traje pantalón nuevo, varias blusas y un abrigo de un agradable tono beige. Al volver a casa para cambiarme, decidí maquillarme un poco. No sé si fue la llegada de la primavera o la búsqueda de un nuevo trabajo lo que me espabiló, pero apareció lo principal: las ganas.
Salí de casa de buen humor. La empresa donde se haría la entrevista está en mi barrio, así que llego a tiempo, todo controlado.
Subo al piso indicado y… me quedo parada. Todo el pasillo está ocupado por candidatas. Unas quince, por lo menos. ¿A qué se dedica esta empresa para que haya tantas aspirantes al puesto de asistente contable? ¿Sabrán ellas algo que yo no sé?
—Eeeh… ¿Quién es la última? —pregunto a la cola.
—¡Yo! —levanta la mano una chica que está junto a la ventana.
—Perfecto… —digo pensativa, recorriendo con la mirada a todas las aspirantes.
En ese momento, del despacho sale una mujer elegante y anuncia:
—Buenos días, chicas. Ahora vamos a pasar a la sala de reuniones. Allí les entregaré cuestionarios y pruebas. Tendrán una hora para completarlos. Con ustedes estará una empleada de Recursos Humanos; si tienen alguna pregunta, diríjanse a ella.
Entiendo que esta mujer es la jefa de Recursos Humanos. Todo en su aspecto grita que ocupa un alto cargo. Apenas da un paso, todas las chicas se “pegan” a la pared para dejarle el paso libre.
—Y así, ¡a mi empleada no me la molesten por tonterías! —levanta el dedo índice como advirtiendo de las consecuencias de ser insistentes—. No hace falta señalar cada línea preguntando “¿y aquí qué pongo?”… “¿y aquí?”. Lean con atención, está todo claro. Nadie les va a poner tareas extremadamente difíciles. ¿Entendido?
Las chicas que van detrás asienten con energía, como si ella pudiera ver su respuesta por la espalda. Sin querer, empiezo a sonreír.
La jefa de Recursos Humanos nos deja pasar a un despacho grande; nos sentamos alrededor de una mesa larga. La última en entrar es una chica joven con un montón de papeles en la mano. Esa será la “víctima” que se quedará con nosotras. Reparte a cada candidata el paquete de documentos preparado.