Buscando activamente

Capítulo 9

Ania

La mañana del jueves no se diferencia en nada de los demás días. Sigo igual, buscando trabajo. Solo que hoy no voy a ninguna entrevista ni trazo rutas hacia una de las miles de organizaciones situadas en los barrios menos seguros y cómodos de nuestra ciudad. Hoy simplemente llamo por teléfono a las empresas que han publicado vacantes en internet.

En la mayoría de los casos, la respuesta es la misma:

—Necesitamos un trabajador con al menos dos años de experiencia. No tenemos tiempo libre para ocuparnos de su formación.

Y da igual lo que digas después. Aunque fueras un genio o tuvieras “siete leguas de frente”, ya te han descartado.

Después de comer, recibo una llamada de un número desconocido. Por dentro me entra una inquietud. ¿Será que ya han revisado los cuestionarios? ¿Será que he pasado el día entero trabajando de telefonista para nada?

—Sí —respondo con voz firme y segura. Ya estoy mentalmente preparada para empezar mañana mismo a trabajar para Ígor Andréievich sin escatimar manos ni pies, corriendo con sus recados a velocidad de velocista, e incluso sabría prepararle café… Y, ya puestos, por un buen sueldo y una perspectiva de crecimiento profesional, ¡hasta le haría un masaje en las cervicales!

—Buenas tardes, Anna, le habla Victoria, gerente de un servicio de citas en línea.

—Aaaah… es usted —mi ánimo baja de “combativo” a “deprimido” en un instante. Me desinflo. Y ninguna noticia de Victoria podrá levantarme el humor.

—Le prometí que la llamaría en cuanto nos decidiéramos por el primer candidato.

—¿Ya se decidieron? —pregunto, bostezando.

—Sí. Hemos decidido que la candidatura es perfecta, así que para usted, como para él, todo será una sorpresa.

—Se han entusiasmado demasiado —no quiero desanimarlos, pero soy una auténtica quisquillosa, y complacerme es prácticamente imposible. Mamá dice que actúo como si tuviera dieciséis años, pero gruño como si tuviera noventa… así que, por mucho que se esfuercen, siempre encontraré algún defecto.

—Solo hay una condición: él no puede quedar por la tarde…

—Bueno, pues que le vaya bien —alcancé a meter.

—Pero sí puede a la hora de comer. Le invita a una…

—¿Una tasca?

—Ania, ya entiendo por qué estás soltera —Victoria pasa del tema del encuentro a analizar mi persona.

—No me diga que mi foto se acaba de cargar en el perfil delante de sus ojos y antes había un emoticono tachado —me contengo como puedo para no delatarme del todo.

—No, es porque intentas esconder tus complejos detrás del sarcasmo.

—Oh… eso sí que no me lo esperaba —la verdad, toda esta situación me divierte. Citas, hombres desconocidos… Vale que yo tengo mis motivos, pero ¿ellos? Esa es la pregunta.

—Entonces, ¿tienes tiempo? —no quiero darle el gusto de saber que, si de algo voy sobrada, es de tiempo libre.

—Está bien… dígame ya adónde tengo que ir y a qué hora… —me rindo. De momento no hay trabajo, quizá tenga suerte en el amor. Me dicta la dirección y luego se explaya un buen rato para convencerme de que no me arrepentiré. Y cuanto más insiste, más dudas me entran sobre todo este plan. Pero bueno, ya veremos qué sale de aquí.

La conversación terminó hace rato y yo sigo con el teléfono en la mano, mirándolo sin verlo. Tormenta de ideas en plena fase activa. Y esas preguntas… sí, son correctas y oportunas, y solo yo puedo hacérmelas con tanta franqueza, pero por alguna razón no tengo respuesta para todas.

Y entonces, como una revelación… ¡No tengo nada que ponerme para la cita! Nada que ver con el chiste: por más que abra el armario y repase la ropa, realmente no hay nada que ponerme.

Vuelvo a dirigirme al centro comercial. No tengo trabajo, pero compro ropa… y no es seguro que cumpla su propósito: embellecer y realzar mi cuerpecito… Solo un derroche, me voy a números rojos.

Como persona práctica, me compro un vestido de punto entallado hasta la rodilla, con un dibujo en el pecho, de color “Geraldine” —así lo llamó la dependienta—, que se puede llevar tanto al trabajo como a un restaurante.

Resulta que el restaurante donde almuerza el pretendiente a… todavía no sé a qué, está a una manzana de mi casa. Por alguna razón, estoy nerviosa, como antes de un examen. Me preparé con tanta responsabilidad que ya estaba lista una hora y media antes de la cita. ¿Quedarme en casa esperando o salir antes a dar un paseo, a “airearme” un poco? El día está soleado, al fin y al cabo es marzo… Me pongo el abrigo nuevo, los botines y, tras echar un vistazo a mi reflejo en el espejo, salgo del piso con el pie izquierdo por delante.

Al pasar junto a una tienda, decido comprarme un helado; me apetecía tanto que era casi una necesidad. Y, por si el pretendiente resulta ser tacaño y no me ofrece nada, así no me tocará quedarme mirando con envidia cómo devora primero, segundo y postre.

Salgo al umbral de la tienda y empiezo a desenvolver el helado. Le doy el primer mordisco y ese crujido increíble del chocolate negro, combinado con el relleno jugoso —y, además, emulgentes, estabilizantes y aromatizantes idénticos a los naturales—, hace estallar mis papilas gustativas, arrancándome casi un gemido de placer.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.