Ania
Primer día de trabajo. Estoy de pie en el pasillo. Mamá y papá me acompañan hasta la puerta. Papá intenta, con la mirada, convencerme de que soy mega‑genial, y mamá me susurra algo y me persigna…
Respiro hondo y salgo.
Camino por la calle sonriéndole al mundo como una loca. ¡Mi ánimo es UNA BOMBA! Solo tócalo y estallará en alegría. Me dan ganas de abrazar a todos los transeúntes, compartir con ellos mi buen rollo, cargarlos de energía, darles una palmada en el hombro y decirles: «Eh, colega, el mundo también se pondrá de tu lado y no…». Pero supongo que no todos comparten mi entusiasmo: algunos me miran con recelo, esperando una trampa, y otros parecen listos para darme un paraguazo en la cabeza y calmarme. Pero hoy soy optimista: amo este mundo, esta lluvia, mi nuevo trabajo y… un poquito a la gente.
Han pasado varios días desde aquella extraña cita, así que ya he soltado el tema; solo quedan destellos, como después de ver una película… recuerdas la trama, pero los detalles se borran. Espero que Félix tampoco me guarde rencor. Todo… olvidado y superado.
No puedo dejar de alegrarme por el hecho de que tengo trabajo. Tiene tantas ventajas… La más evidente: me encanta, aunque todavía no sé bien cuáles serán mis funciones, pero… ya lo amo. Además, está cerca de casa. ¡Ah! ¡Qué tal ese bonus! Oh, casi lo olvido: la ventaja mayor —el sueldo. Ay… ese dinero solo lo había visto en la tele, en el telediario, cuando ponían imágenes de bancos con las máquinas contando billetes.
La recepcionista de la planta baja me entrega una tarjeta de acceso con mi foto, como confirmación de que ya soy parte del equipo. Subo al cuarto piso. Sofía, la gerente de recursos humanos, se ofrece a enseñarme mis “aposentos”.
—Tu planta es la más alta, espero que no tengas miedo a las alturas —pregunta Sofía, pulsando el botón del 8.
—No, tengo un montón de complejos, pero todavía no han evolucionado a fobias —estoy toda expectación. Hasta me tiemblan los dedos de las manos.
El ascensor anuncia amablemente que hemos llegado al piso deseado. Hoy también me alegra de forma especial con su hospitalidad.
—Vamos —dice Sofía, saliendo del ascensor primero—. A la derecha están los despachos del director general, su asistente y la secretaria; al final del pasillo, el departamento jurídico. Y sus despachos… son estos —señala con la mano dos puertas.
Abre la primera. Hay mesas, sillas, armarios… pero ni una persona.
—¿Y dónde está todo el mundo? —yo pensaba que aquí el trabajo iba a toda máquina, y resulta que corre el viento.
—Hemos contratado a un equipo de cuatro personas; ahora están en un curso general… empezarán con sus funciones dentro de una semana o semana y media. En ese momento también se presentará al jefe de departamento.
—Esto no es un departamento, es una sociedad secreta… —susurro, pensativa, mientras recorro la sala con la mirada—. Primera regla de la sociedad secreta: no hablar de la sociedad secreta.
—Ji‑ji —ríe Sofía—, tienes sentido del humor. A nosotras, las chicas, nos caíste bien desde el principio. Y luego llamó… —se muerde la lengua a tiempo, como recordando que eso no debía decirlo. Decido no presionar; ya me lo contará sola… la paciencia será la recompensa a mi curiosidad.
—Bueno, cuéntame qué tengo que hacer —digo en voz alta, como volviendo a la vida.
—Vamos a tu despacho y al del jefe —nos acercamos a la siguiente puerta.
—Ooooh… —emito un sonido inarticulado—. ¿Qué es esto?
Todo el despacho está lleno de cajas, hasta donde alcanza la vista. Hay tantas que ni siquiera puedo calcular el tamaño de la sala.
—Antes de que empiece a funcionar el departamento, tienes que organizar sus puestos de trabajo. De este lado están las cajas con material de oficina y equipos: ordenadores, fotocopiadoras, impresoras y todo eso… por aquí debe de estar también la papelería…
—Pero yo no sé montar ordenadores… —cada noticia es más rara que la anterior. El departamento existe, el equipo no, y yo tengo que unirlo todo con cables de equipos informáticos.
—Ay, no exageres ni te asustes de entrada —Sofía me pone una mano en el hombro para animarme—. Solo tienes que organizar y supervisar. Vamos a tu mesa; allí debería estar la lista de teléfonos de los distintos departamentos.
—¿Aquí también tengo mi mesa? —las cajas están colocadas de tal manera que cuesta imaginar en qué lugar exacto podría estar. Pero Sofía avanza con paso seguro, así que sabe.
—Está todo, no te preocupes. Ahí tienes la puerta del despacho del jefe… mmm, aunque primero habrá que desatrincherarla. ¡Oh! Y aquí están los numeritos… los números… de teléfono. Mira, si necesitas montar los ordenadores, llamas a los informáticos y les dices: “Soy tal, del departamento tal, vengan y hagan esto”, y siempre añade: “¡Urgente!”. ¿Entendido? Porque son buenos chicos, pero su velocidad es la de un perezoso.
Sofía habla y yo asiento como una muñeca de resorte. Pero en cuanto se va, me doy cuenta de que no entiendo nada. ¿Qué era lo que aconsejaba la publicidad para no quedarse bloqueada y empezar a actuar?
Inspiro, exhalo… cuento hasta cinco, luego hasta diez… me calmo, recojo el cerebro en un solo montón y me hago un breve plan de acción. Lo llamaremos plan “A”. Si no funciona, aún me quedan treinta y dos letras… y después, como opción, pasaré al alfabeto latino.