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Capítulo 13

Ania

Segundo día de trabajo, y subo a mi planta con tanta seguridad como si lo hiciera desde hace años. Ayer, después de comer, conseguí hablar con la secretaria del director general. Una mujer muy simpática, de unos treinta y cinco años. Me dijo que para cualquier cosa podía acudir a ella. Y además, al ver la magnitud del trabajo que había hecho, dictaminó que todo lo estaba haciendo bien. Sus palabras fueron bálsamo para mi naturaleza siempre dudosa.

Arremango las mangas y me pongo de nuevo manos a la obra.

Diez en punto. La puerta se abre y asoma la cabeza de Max.

—¿Hola? ¿Qué haces?

—Hola. Ahora te voy a sorprender… Estoy trabajando —abro los brazos, intentando abarcar todo el volumen de lo hecho.

—Del trabajo mueren los caballos…

—Y yo… poni inmortal… Sepan que el trabajo me ha rematado y he estirado la pata —termino el verso que él empezó. Y claramente le divierte.

—¿Quieres café? —me dan ganas de mandarlo a paseo, diciendo con orgullo que quiero trabajar… pero también quiero café. Dilema. Decido no hacerme la difícil y confesar.

—¡Quiero! —y hasta asiento para darle más énfasis.

Ahora la puerta se abre del todo. Max entra en el despacho con dos vasos de café en soporte y una bolsa de papel con dibujos de donuts.

—¿No te va a estar buscando nadie? —pregunto por cortesía—. ¿No nos van a regañar?

—Espero que no —se lo piensa—. Todo lo que había, ya lo he repartido por los departamentos. ¿Tengo o no derecho a un coffee break?

—¿Y me lo preguntas a mí? —alzo una ceja—. Soy nueva, no conozco vuestras normas ni tradiciones. Eres tú quien debe contarme cómo va todo. Ponerme al día…

—Pues escucha bien —pone todo sobre la mesa y empieza a abrir la bolsa de donuts—: como persona que lleva aquí casi un mes, afirmo que nuestras acciones se considerarán un delito si no nos comemos ahora mismo estos deliciosos y fresquísimos donuts —y me tiende uno. Bonito… rosa con nubecitas de azúcar, mmm… justo como me gustan.

—Gracias —sin el menor reparo, le hincó el diente. En la otra mano, como por arte de magia, aparece el vaso de café. Bebo un sorbo—. Uuuh… —alargo con sorpresa—, ¿cómo sabes que me gusta el café con leche?

—Yo soy… cómo se dice… ¡ah, un oráculo! —responde Max, masticando el donut. Y cómo come… con tanto gusto, que yo también le doy un mordisco al mío con auténtico placer, sin la menor vergüenza ni protocolo de “comer con gente poco conocida”. Vamos, que devoro como en casa.

—¿Tienes bola mágica? ¿Tercer ojo? ¿O esas… voces? —hago como si me creyera su cháchara.

—Exacto, tercer ojo, justo aquí —se da una palmada en la nuca.

—¿Y no se supone que debería estar en la frente? —pregunto, fingiendo asombro.

—En los oráculos malos, el ojo está en la frente; en los medianos, en la coronilla; y en los maestros… —no le dejo terminar, lo interrumpo.

—En la lengua… No sé qué clase de oráculo eres, pero cuentista, de los buenos.

Y justo cuando va a abrir la boca para contestar:

—Maxim —la voz potente del director general me hace encoger los hombros—, ¿trajiste el contrato de CasaObras?

Max está colocado de tal forma que me tapa con su espalda de la vista de Stanislav Alexéievich. No queda muy bien… parece que me escondo. Él sabe que estoy aquí, así que me inclino un poco hacia un lado, asomo la cabeza y digo:

—Buenos días.

Me mira… como evaluándome. Y eso no puede dejar de ponerme en guardia y asustarme. Segundo día de trabajo y el director ya me ve por segunda vez haciendo cosas no laborales en horario laboral.

—Llamé, Stanislav Alexéievich, su abogado estará dentro de una hora —responde Max con total calma, como si no estuviéramos tomando café y charlando, sino trabajando a destajo.

—Quiero ese contrato en mi mesa exactamente a la una.

—Así será —asiente Max.

—Pero sin fanatismos —dice el director con seriedad—. Ya te conozco… —añade más bajo, y se va.

—¿De qué hablaba? —pregunto.

—De nada… —a Max no le da tiempo a inventar excusas, porque entran en el despacho dos chicos.

—¿Han llamado a los informáticos? —pregunta uno.

—Sí… En la sala de al lado está el equipo, hay que instalarlo y conectarlo. Ahora voy —les indico con la mano la dirección. Ellos se van, y yo intento encontrar las palabras para agradecerle a Max el café—. Gracias por traerlo… ¿Cuánto te debo? —ay, vaya forma de agradecer.

En un instante, se pone serio.

—La próxima vez invitas tú —se da la vuelta y se va. Quizá se ha ofendido… habrá pensado que lo considero pobre solo porque trabaja de mensajero. Pero no lo pienso, simplemente lo dije… quería quedar bien y, como siempre, salió al revés.

Me entretuve con esos informáticos hasta el final de la jornada. Ni siquiera fui al comedor a comer. Eso sí, la sala del personal del departamento quedó prácticamente lista para recibirlos: solo falta repartir el material de oficina en las mesas, poner el dispensador de agua y… Mañana empezaremos a montar el equipo en el despacho del jefe.




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