Ania
Vuelvo en mí ya en la calle. Es como si me hubieran metido una llave, como a una muñeca de cuerda, la hubieran girado un par de veces… y yo cobrara vida.
Estoy sentada en una moto, con una botella de agua en las manos.
—Bebe —desvío la mirada hacia Max. Obediente, doy un sorbo y luego sollozo, como una niña pequeña después de una rabieta de horas.
—¿De dónde has salido? —me incomoda que haya sido testigo de mi primer derrumbe en la vida. Lo curioso es que, hasta hoy, nunca había sufrido algo así. Y la última vez que lloré fue, probablemente, hace un par de años, todavía en la universidad, cuando me caí del potro de gimnasia.
—Vivo aquí cerca, vine a comprar comida… y ahí estabas tú, y esos… —señala con la barbilla hacia el centro comercial.
—Qué vergüenza… —susurro y doy otro trago.
—Ni voy a preguntar qué ha sido eso… Solo quiero saber adónde ibais.
—Al cine —respondo con tristeza, y otra vez las lágrimas me suben y me ahogan. Claro que no lloro porque me haya perdido la sesión; simplemente… se me acumuló todo y, de pronto… ¡zas!
—Tendrás tu cine —Max me quita la botella, la guarda en el baúl que lleva detrás—. Vamos, que te pongo esto —saca un casco y me lo encaja en la cabeza.
—Aaa… —quiero preguntar algo, pero aún no sé qué exactamente.
—Tranquila, todo irá bien —baja la visera de mi casco—. Agárrate fuerte a mí.
Nunca he montado en moto, así que para mi cuerpo esto es un shock nuevo. Pura terapia de choque… y no precisamente una tarde tranquila. En cuanto la moto ruge, rodeo la cintura de Max con los brazos, y parece que lo aprieto tanto que el pobre hasta gime:
—Más suave, que me ahogas.
Aflojo un poco el agarre, pero en cuanto arrancamos, me pego a él, apretándome más y más… y hasta cierro los ojos para garantizar mi “seguridad” al cien por cien.
O íbamos demasiado rápido o el trayecto no era tan largo… pero en cuanto mi corazón volvió a su ritmo normal, ya estábamos frenando y Max apagaba su máquina.
—Llegamos —dice, girándose un poco hacia mí—. Y si me sueltas, podremos bajarnos de la moto.
—Uy, perdona —retiro rápido las manos, liberándolo de mi abrazo‑prisión.
Max se baja con cuidado, procurando no rozarme, se quita el casco y gira el torso para estirar el cuerpo.
—Por lo que veo, hasta hoy nunca habías montado en moto, ¿verdad?
—No había tenido ocasión… —me quito el casco con cuidado y observo el lugar al que hemos llegado. Un patio cualquiera de un barrio residencial… y ni rastro de cines cerca—. ¿Y adónde me has traído?
—No te preocupes, todo irá bien —capta mi desconfianza, y parece divertirle.
—Con esa frase empiezan todos los problemas —lo miro de arriba abajo, como si lo viera por primera vez.
—Vamos, vamos —me quita el casco de las manos y luego me da un tirón suave para que acelere el paso.
Mientras caminamos, me tranquilizo pensando que no tiene pinta de maníaco ni de asesino en serie… como mucho, un gamberro de poca monta. Claro, siempre y cuando no tenga algún trastorno psicológico con un amigo imaginario malvado, su propio “alter ego”.
—Pasa —Max abre la puerta de uno de los pisos del rellano y entra, encendiendo la luz del recibidor. Yo estaba tan metida en mis pensamientos que ni me fijé en a qué piso habíamos subido. Doy un paso y miro hacia abajo por el hueco de la escalera… alto…
—¿Vas a quedarte ahí parada o vas a entrar?
Respiro hondo… En fin, lo peor del día ya ha pasado, espero que hasta aquí lleguen las sorpresas. Doy un paso, entro en el piso y me quedo boquiabierta.
—¿Es tu piso? Creo que hay algo que no sé sobre la profesión de mensajero…
—Ehmm… no, es el piso de un amigo. Se fue a estudiar al extranjero y yo lo cuido, digamos… Anda, no te quedes en la entrada, pasa —dejo mis cosas casi sin pensar y lo sigo, mientras él va delante encendiendo las luces por todas partes.
—Esto no es un piso, es un museo… —Entramos en el salón unido a la cocina, un estilo americano, incluso con isla incluida. Encimeras de granito, armarios de madera, una cocina de gas de cinco fuegos en acero inoxidable que parece una nave espacial, y un frigorífico de dos puertas que bien podría ser una estación orbital… No sé qué tipo de distribución es esta, pero está claro que es más grande que la estándar. Solo la cocina tendrá unos veinte metros cuadrados.
—Guau, resulta que siempre soñé con algo así… —digo, fascinada por el brillo del acero, y paso la mano por la superficie perfectamente lisa de la mesa—. Pero tú me prometiste un cine, no un programa de cocina…
Max me observa con atención, como evaluando cuánto me atraen las cosas ajenas. Claro que, como a la mayoría, me gusta la comodidad, los muebles de calidad, los buenos electrodomésticos… pero para empezar una relación eso no es lo principal. Y a Max lo veo solo como persona, no como hombre.
—Si lo prometí, tendrás tu cine —señala hacia el otro lado, donde está la zona del sofá.
—¡Vaya, vaya, menuda tele! —camino hasta allí y me dejo caer en el sofá—. ¿Y hay altavoces?