Ania
Por enésima vez releo la conversación de Max con mi madre. Leer, la leo… pero el sentido no termina de entrarme.
—A ver, cuéntame otra vez cómo fue —levanto la vista de la pantalla y lo miro. Estamos sentados frente a frente, separados por la isla de la cocina; Max, con su café en la mano.
—¿Otra vez? —y míralo, todavía se queja. Inclino un poco la cabeza hacia un lado y frunzo los labios hasta convertirlos en un pico… así es como me enfado. Claro que no con Max, más bien conmigo misma por haberme quedado dormida en casa ajena. Pero enfadarse con una misma, teniendo a alguien cerca, es absurdo, ¿no? Lo curioso es que en casa ajena siempre duermo mal; incluso en el pueblo, en casa de mi abuela, antes de dormirme puedo pasarme horas dando vueltas hasta encontrar la postura perfecta. Lo de anoche fue una excepción total a la regla…
—Venga, venga, cuéntalo, que vamos a cotejar tus declaraciones —digo seria, frunciendo el ceño.
—Tú, en otra vida, seguro que fuiste una interrogadora profesional, de esas que no dejan escapar ni un detalle —suelta Max con una media sonrisa.
—No me cambies de tema y responde.
—Está bien… Toma número ciento veinticinco —pone los ojos en blanco y agita las manos de forma teatral.
—Qué exagerado… si solo es la quinta vez que lo cuentas —corrijo, insistiendo en que continúe.
—Te quedaste dormida. Eran las 21:15. En la mesita, justo en el centro, estaba tu teléfono. Llegó un mensaje. Por lo que entiendo, la persona esperó, no obtuvo respuesta y volvió a escribir… así cuatro veces. Yo no pensaba mirar quién te escribía, pero me entraron ganas de ir al baño; me levanto y, en ese momento, llega otro mensaje. En la ventanita emergente de la pantalla ponía: “Mamá”. Y claro, yo también tengo madre, y es una de esas que se preocupan por todo, así que decidí tranquilizar a la tuya enviándole una respuesta.
—Leo el mensaje —lo interrumpo—: “Ania está bien, está durmiendo”.
—¿Y dónde he mentido? —Max arquea las cejas, sorprendido.
—En esencia, en nada… pero teniendo en cuenta que vivo con mis padres y duermo exclusivamente en casa… es lógico que a mi madre le surgiera la siguiente pregunta: “¿Dónde está durmiendo?”.
—Una chica buena no anda por ahí de noche con chicos malos —comenta Max con sorna, entornando los ojos como un gato satisfecho.
—Dejemos a mi modesta persona fuera de esto y no removamos mi vida privada. Volvamos a tu conversación con mi madre.
—Ania, en serio, esto ya no tiene gracia. ¿Qué pasa? Di “gracias” y quedamos en paz.
—Gracias —me ahogo de indignación—. ¡Pero yo… pero tú…! ¡Ni te imaginas lo que me espera en casa! Mi “interrogatorio”, como tú lo llamas, va a ser un juego de niños comparado con lo que me espera.
—Si quieres, la llamo y le pido que no te regañe —intenta ponerse en mi lugar. Pero no entiende que nadie me va a regañar… ¡Mi madre ya me ha casado mentalmente y está cuidando a los nietos!
—Por cierto, hablando de llamadas… Vale, leyendo vuestra conversación entiendo que, para demostrar tu honradez y transparencia, le enviaste tu foto… la ubicación del piso en el mapa de la ciudad, con dirección exacta, y luego incluso una foto mía dormida… Pero, ¿de qué hablasteis casi veinte minutos por videollamada?
—De esto y de lo otro… Ahora mismo no recuerdo todo.
Suelto un suspiro sonoro. ¿Qué puedo decir? Solo está claro que torturar a Max es inútil: tiene inmunidad contra este tipo de presiones. Es hora de ir a casa y entregarme. Espero que en la puerta no me estén esperando mis cosas, metidas a toda prisa en cajas de cartón…
Al llegar a casa a las seis y media de la mañana, no vi nada de eso. Todo en su sitio, y mis padres, incluso, seguían durmiendo.
Aún me quedan un par de horas antes de ir al trabajo, así que me doy una ducha, me cambio y voy a la cocina a desayunar. Mamá ya está allí.
—Buenos días —no sé si lo digo como pregunta o como afirmación; suena ambiguo.
—Buenos, buenos —mi madre bebe té y me mira por encima del borde de la taza. En el aire flota un halo de misterio, de cosas no dichas… y eso me pone en tensión. No dice nada, pero su mirada lo dice todo. Mamá es el misterio en persona.
—¿Qué? —no aguanto más su larga pausa y su mirada fija.
—Nada… Tomo té…
Rápido me preparo un bocadillo y salgo corriendo de la cocina, de casa… rumbo al trabajo, mi querido trabajo, cómo podría vivir sin él.
Camino por la calle con paso alegre, casi tintineando las cadenas… y no porque de repente me haya dejado de gustar mi empleo, sino porque la probabilidad de encontrarme con Max es muuuy alta. Y justo ahora, al ver el edificio de la empresa, me cae encima toda la incomodidad de la situación. Porque de mí dormida no sé absolutamente nada. ¿Y si ronco? ¿O hablo dormida? ¿Pude soltar alguna barbaridad de la que, despierta, me avergonzaría? ¿Y si soy sonámbula? ¿Y si, dormida, se me escapa un pedo? Ay, ay, ay… ¿y cómo después de eso mirarlo a la cara?
La primera mitad de la jornada la pasé en mi despacho, desatascando la montaña de documentos que me habían traído de todos los departamentos sobre agentes extranjeros. Clasificaba en carpetas, firmaba, colocaba todo bien ordenado…