Ania
—¿No te parece que el presentador del evento está probando con nuestras tías concursos de boda? —estoy apoyada contra la pared, bebiendo champán de una copa. Ni siquiera giro la cabeza para mirar a Max, que ha aparecido de la nada como un diablillo de una caja sorpresa. No lo había visto desde anoche. Me dejó en casa con el vestido nuevo sobre las diez y media, y desde entonces, ni rastro.
El evento está en pleno apogeo. El encendido discurso del director general ya quedó atrás; la gente está bastante bebida y animada, es el momento perfecto para las diversiones. Las contables lo están dando todo. El concurso, la verdad, se parece mucho a los que organiza un maestro de ceremonias en una boda, pero si a las damas les gusta, tiene derecho a existir.
No puedo evitar sonreír mientras observo el espectáculo. La jefa de contabilidad, descalza ya de sus tacones altos, se estira con entusiasmo, preparándose para la carrera de relevos. La idea es genial por lo simple que es: a cierta distancia hay una silla con un globo inflado encima; hay que correr, sentarse encima para explotarlo con el trasero, y luego volver corriendo para dar el relevo al siguiente miembro del equipo.
—Tienen un trabajo sedentario, les sobra energía… hay que gastarla en algo —decido al final comentar su pregunta.
—¿Y si nos escapamos? —me giro lentamente hacia él. Vaya, hoy Max está irreconocible. Normalmente viste más deportivo, pero ahora lleva traje.
—Te queda muy bien el traje, parece que fuera tu ropa de diario —ignoro su propuesta. La verdad, no me apetece irme. Todo lo que necesito está aquí. Además, en mis planes está terminar el champán y marcharme a casa sin que nadie me note. Por muy encantadora que sea la gente de aquí, borrachos son borrachos en cualquier parte… y a menudo se transforman de personas en neandertales, sobre todo cuando ya no pueden hilar dos palabras seguidas.
—Vamos, quiero enseñarte algo —me pasa un brazo por la cintura y me arrastra hacia la salida.
—¡Eh, que aún no he terminado el champán! —intento protestar y zafarme de su agarre.
—Tendrás tu champán —me quita la copa y la deja en una mesita junto a la salida.
El ruido de la fiesta se aleja, mientras mis protestas se hacen más fuertes.
—Maxim, ¿a dónde me llevas? —por mucho que me resista, él es físicamente más fuerte, así que ni intento frenar con los tacones: saldrían volando o dejaría un surco en el suelo. ¿Pero qué clase de persona es esta? Decide por mí y hace lo que le conviene. —¡No quiero ir a ningún sitio! Quiero irme a casa… —y saco a relucir mis caprichos infantiles.
—Te va a gustar, créeme —lo dice con tanta seguridad, como si me conociera.
—¿Y de dónde sacas eso? ¡Si yo misma no sé lo que me gusta y lo que no! Te recuerdo que nos conocemos hace menos de una semana. ¿No me estarás confundiendo con otra? ¿No te habrás dado un golpe en la cabeza? ¡Oh! ¿Será que… te caíste de la moto? Y ahora buscas a tu Conchita‑Juanita perdida… o a tu hermana gemela. Vamos, Max, háblame… —yo sigo lanzando preguntas y él, nada, como si oyera llover. Avanza como un tanque.
—¿Tus cosas están en la oficina? —ya estamos en el ascensor. Levanta la mano para pulsar el piso, pero decide preguntar antes.
—Sí —respondo con resignación.
Max atraviesa mi despacho como un vendaval, recoge mis cosas, cierra él mismo y me entrega la llave.
—¿Vas a seguir haciéndote la fría?
—Es una sorpresa —y me lanza una sonrisa de lo más enigmática.
—Sabes… yo a las sorpresas les tengo un poco de respeto. Nunca se sabe…
Bajamos al nivel cero y caminamos por el aparcamiento subterráneo. Estaba preparada para ver cualquier cosa, menos un reluciente coche deportivo.
—¿De quién es este coche? —mira que me importa. Aunque, si lo ha robado, entonces sí que me importa. ¿Cuánto les cae a los cómplices?
—No voy a ir en moto con traje, ¿no? Y tú, con tu “Gucci”, te congelarías; hoy ha refrescado —y tiene razón. Del calorcito de antes no queda nada. En las noticias decían que se acercaba un frente frío del norte, pero eso no cambia lo esencial: me preocupa más la pena por robo que un resfriado o incluso una sinusitis. Max nota mi recelo y añade—: Lo alquilé —suena la alarma.
Max me abre la puerta y me ayuda a sentarme. Parece que teme que salga corriendo.
¿Y por qué me hace sorpresas? Todavía no sé si hemos cruzado esa línea en la que a una persona poco conocida puedes llamarla amigo. ¿Es mi amigo? Pues no lo creo… Es solo un chico, solo Max… Apareció de la nada, me arrolló con su energía, me manipula adaptándome a sus planes. ¿Y para qué?
Todo es tan confuso… Me siento como Alicia en el País de las Maravillas, examinando un hongo para averiguar dónde está un lado y dónde el otro. Y ni siquiera puedo preguntar… me da corte.
Me quedo callada, como si estuviera cargando archivos en el sistema operativo, procesando… pero el proceso va lento, parece que tengo un modelo anticuado. Así es la falta de experiencia. No conozco la lógica ni la forma de pensar de los hombres. Y basarme en lo que sé es absurdo: mi padre y los tres maridos de mi hermana no cuentan como experiencia.
—¿En qué piensas? Ya tienes el Gran Cañón en la frente de tanto fruncir el ceño.