Ania
Lo he gafado. Bastó con cruzar el umbral de mi queridísimo trabajo para que me llovieran tareas de mi, por ahora, jefe virtual. Y todas… de peso, de esas que no te dejan ni levantar la cabeza. Incluso tuve que saltarme la comida, para gran disgusto de Sofía, que intentó arrastrarme al comedor recitándome la lista completa de platos del menú de hoy.
—Estoy a dieta —respondo lo primero que se me ocurre. Porque para Sofía, estar ocupada no es excusa: ella sostiene que un empleado hambriento no rinde.
—¡No me digas! —exclama, llevándose la mano al pecho, tan jugoso como sus mejillas de melocotón—. Yo también me voy a poner a dieta. Mira, como ahora, y ya… hasta la noche ni un trozo de chocolate, solo té solo.
—¡Heroína! —exclamo, al fin levantando la vista hacia ella—. ¡Por eso deberían darte una medalla! Y un diploma… y ponerte en el tablón de honor…
—Lo que tú digas… ¿Quieres que al menos te traiga un té? —me mira con lástima.
—El té es la comida más peligrosa —las cejas de Sofía se arquean de sorpresa—, siempre acaba acompañado de una galletita, un merengue o un bombón. Es ley…
—Eso sí… Comer, por desgracia, es mucho más agradable que adelgazar… Bueno, ¿me voy? —retrocede hacia la puerta.
Yo solo asiento y vuelvo a sumergirme en todos esos documentos que el jefe me ha enviado por correo.
Lo curioso es que, en cuanto termino una tarea y me recuesto aliviada en la silla, ¡zas!, llega otra. No sé si tendrá su gestión del tiempo programada al minuto o… simplemente me está vigilando. No lo sé… pero me cubro con una carpeta y, a escondidas, empiezo a mirar las esquinas buscando cámaras. Ay, yo… tonta de remate… ¿Y cómo se verá esto desde fuera? Bueno, que me vigile, allá él. Tiene derecho, para eso es el jefe. Además, no hago nada reprochable. Trabajo. Y por ley, trabajar en el trabajo no está prohibido. ¿Verdad?
Tan metida estaba en lo que leía, que no me doy cuenta enseguida de que suena el teléfono. Debe de llevar un rato sonando, porque la persona al otro lado se cansa de esperar y cuelga. Pero enseguida vuelve a llamar.
Victoria. Que Dios la… No, seguramente no es mala persona… y no me ha hecho nada en particular, pero por alguna razón me entran unas ganas tremendas de mandarla… bien lejos… a la zona del meridiano cero.
—Sí —respondo con cansancio.
—Hola, Ania —ella, a diferencia de mí, está llena de energía y entusiasmo—, hoy a las siete te esperamos en el restaurante “Felicia”. Créeme, por experiencia: es la opción ideal. Educado, simpático, culto…
—¿Es de otro planeta? ¿Todavía existen así? —no comparto su entusiasmo; me parece que todo lo que parece perfecto a primera vista tiene algún defecto… o incluso podredumbre.
—… imagínate: polaco —sigue enumerando sus virtudes sin hacer caso a mis preguntas en broma.
—Nombre raro, ¿no crees?
—¿Qué nombre? —por fin Victoria frena y deja de parlotear.
—Polaco —marco bien la “o”.
—No es un nombre, es la nacionalidad. Es de Polonia.
—Aaaah… —alargo, como si por fin lo entendiera—. ¿Y cómo se llama el polaco?
—Bueno, el nombre no es lo más importante… —Victoria empieza a esquivar. Ya lo sabía: en el polaco perfecto iba a aparecer un inicio imperfecto… y el final aún está por verse.
—Vamos, sorpréndeme. ¡Suéltalo! Espera, que tomo aire… —me callo, esperando la respuesta.
—Bzdashek Zapadlovski —y por mucho que Victoria intente pronunciarlo con acento polaco para ponerlo en un marco más elegante, el sentido no cambia. Empiezo a soltar carcajadas homéricas, hasta con lágrimas saltando de los ojos. Seguro que en la planta baja han oído mi risa de caballo.
—A… a… a… —intento articular algo, pero no puedo—, ¿y cómo lo llamarías con cariño? ¿Bzdosia? ¿Bzdusha? ¿Bzdashochek?
—Ania, no tiene gracia —con tono de maestra, Victoria intenta devolverme la compostura—. O le voy a sugerir un par de diminutivos para tu nombre… ¿Nyura, por ejemplo? ¿O Nyurasia? ¿Annushka? ¿Qué te parece?
—Vale, vale, entendido… no voy a bromear más con eso. No es culpa suya que sus padres estuvieran bajo la influencia de Mercurio retrógrado. Solo que… ¿qué hago yo con él? No sé polaco…
—Chss… ¿qué polaco? Habla perfectamente ruso. Es filólogo de formación. Ya te digo… educado, decente… candidato…
—¿A deportes?
—A ciencias filológicas.
—Ya… o sea, que si hace falta me va a soltar una sarta de insultos con pleno conocimiento de todas las reglas, formulaciones y normas del lenguaje literario.
—No inventes. ¿Quieres que te envíe su ficha?
—¡Quiero! —si lo ofrece, es porque está segura de que es su punto fuerte, capaz de inclinar la balanza a su favor.
—Dame tu dirección de correo…
Como tengo el correo abierto, en apenas treinta segundos veo un mensaje sin leer de Victoria. Lo abro. Y me quedo colgada. Pues… la verdad, no sé qué decir de inmediato. Es que este Bzdashek es guapísimo. Y las fotos, tan profesionales, que parecen hechas por un fotógrafo famoso de alguna revista de moda.