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Capítulo 22

Ania

—Ania, ¿a dónde vas? —me agarra del brazo y me gira para que lo mire. Me ha alcanzado; yo ya me había alejado una buena distancia—. Perdona, me he pasado. Los nervios… fatal —me mira a los ojos con devoción, como un perro culpable.

—¿Y para qué sales de casa con esos nervios? —no me contengo y lo suelto con ironía.

—Perdona —junta las manos en gesto de súplica—, no volverá a pasar. ¿Paz?

—Amistad… chicle… —lo miro entornando los ojos. Bzdashek es como Cebollino: lleno de capas. Y ahora ya no me parece que Max se metiera con él solo para ensuciar su imagen ante mí y, de paso, quedar él como el tipo simpático y campechano con el que puedes dormir al lado sin consecuencias, llorar en su hombro si hace falta y, en general… hacer lo que te dé la gana. Cómodo, práctico, seguro… un eslogan publicitario para la marca registrada “Maximka”.—Olvidado. ¿Qué planes? Entiendo que lo del parque queda descartado.

—Vamos a la galería de arte de un amigo mío —propuesta inesperada. Me quedo sin respuesta inmediata y solo lo miro de arriba abajo.

—¿Y qué pasa con…? —señalo su chaleco sin mangas.

—En el coche tengo una chaqueta y una camisa, recién sacadas de la tintorería.

Eres raro, Bzdoshka… y absolutamente ilógico. Si sabes que tienes ropa de repuesto, ¿para qué montar un escándalo monumental atrayendo público y mostrándote como un histérico? La única conclusión: le gusta discutir. Una verdulera en cuerpo de hombre.

Espero estar equivocada.

—Bueno… vamos —con una sonrisa forzada, me ofrece el brazo como un caballero galante y me conduce hasta el coche, que, efectivamente, estaba aparcado casi a un kilómetro del parque.

Espero dentro mientras él se cambia junto al maletero abierto. En el bolsillo, el teléfono vibra.

—Sí —respondo sin mirar. Juego a “espía al chico desnudo por el retrovisor”. No se ve gran cosa, pero no dejo de intentarlo. Ni yo misma me entiendo… A veces estoy lista para mandarlo de viaje a la Luna, y otras me quedo con los ojos como platos, intentando distinguirle los abdominales‑o‑lo‑que‑sea.

—Hola, ¿cómo estás? ¿Estás en casa? —Maxim… qué inoportuno.

—No, no estoy en casa.

—Pero si habíamos quedado para el DJ set…

—Tú habías quedado. Yo… estoy en una cita.

—¿De verdad te llamó? —pregunta con sorna.

—Sí, imagínate. Él mismo. Me ha invitado a una galería de arte. Su amigo es pintor y hoy inaugura su exposición: “África en la metrópoli”. ¿Qué te parece el título? —todo esto me lo contó Bzdashek mientras íbamos hacia el coche.

—Más tonto no lo he oído. ¿La próxima será “Australia en el pueblo”?

Se abre la puerta y el dueño del coche se sienta al volante.

—Bueno, adiós —corto la llamada.

Si soy sincera, me habría encantado ir con Maxim al DJ set. Primero, porque nunca he estado en uno; segundo, porque todo este “arte elevado” no es lo mío. Solo me frena una cosa: la necesidad de llegar al fondo de Bzdashek. O bien confirmar definitivamente que es un loco y un idiota, o bien morderme los codos de felicidad al descubrir que me equivoqué y me ha tocado un auténtico diamante.

La galería resultó ser el edificio de la antigua biblioteca del barrio. Cuando estaba en 5.º A, venía aquí a sacar libros para las lecturas obligatorias y para hacer trabajos de geografía. Claro que ahora han hecho reformas, pero los recuerdos siguen ahí.

Apenas cruzamos el umbral, se nos acerca un hombre de complexión y edad similares a las de Bzdashek, y empieza a abrazarlo y besarlo. Esos besos al aire los he visto en la tele, cuando las estrellas se lucen en público, dándose piquitos teatrales. Bohemia, relaciones “elevadas”…

—¡Dash, querido, hola! —por lo visto, así abrevia su verdadero nombre. No es Bzdashek, es un Jano de dos caras… (lo importante es acertar con la primera letra).—Pasa, pasa. ¿No vienes solo? —me recorre con la mirada de pies a cabeza—. Milady… —me tiende la mano. Pongo la mía y él la besa. Todo un Don Juan—. Está usted magnífica. ¡Charmant! Por favor, sumérjase en mi obra. Beba vino, pruebe queso y aceitunas. Hoy mismo han llegado de Italia; todavía están impregnados del sol y del aire marino de ese país tan hospitalario y querido por todos.

—Gracias —alargo la sonrisa. Odio las aceitunas… aunque estén “impregnadas” de lo que sea… Lo importante es que no estén llenas de nitritos y nitratos. El sol y el aire, espero poder soportarlos.

—Lo más interesante está por venir —me guiña un ojo con misterio. Lo llaman y, sin presentarse, se esfuma con un andar “a lo mariposa”.

—¿Es tu amigo?

—Sí, se llama Milash Koshek. Tiene un sentido del humor muy particular y, en general, es una persona complicada, pero como amigo y compañero es insustituible.

—Bueno, vamos a ver qué ha pintado tu insustituible amigo…

Me detengo ante el primer cuadro que encontramos. Me sostengo la barbilla con el dedo índice y me quedo clavada. Vaya… qué imaginación… puro “Sodoma y Gomorra”. El cuadro está pintado en tonos rojos. Un entrelazado de cuerpos: masculinos, femeninos… obviamente desnudos, pero… sin cabezas. Solo troncos cortados. ¿Y qué quiere decir el autor con esto? ¿Que da igual con quién? ¿Que no importa dónde? ¿Que lo esencial no es la calidad, sino la cantidad?




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