Ania
Solo he estado fuera del trabajo día y medio, y ya lo echo muchísimo de menos. Creo que es una gran suerte encontrar un empleo que no solo te aporte un ingreso estable, sino que también sea un respiro frente a los problemas cotidianos. En lo personal, voy a mi trabajo con gusto.
Entro en el ascensor de las últimas. Ya hay unas cinco personas dentro. Entre ellas, Sofía, del departamento de personal.
—Ania, hola —me agarra de la mano y me arrastra hacia la esquina del ascensor, por suerte el tamaño lo permite—. ¿Dónde te has metido? Aquí están pasando unas cosas… Todavía no podemos creer que Max, nuestro Max, el que repartía paquetes, tomaba café con nosotras y contaba historias divertidas, resultara ser el hijo del gran jefe —parlotea emocionada en un susurro.
De todo lo que ha dicho, solo me engancha la palabra nuestro. ¡Cómo que vuestro! ¡Es más mío que vuestro! Ese inoportuno arranque de sentido de propiedad hay que calmarlo…
—Ah, ¿y cuando lo contratasteis no os llamó la atención su apellido? ¿Y el patronímico…? —me extraña que las responsables de recursos humanos no lo desenmascararan las primeras.
—Precisamente, no lo contratamos nosotras. Entró a través de nuestra empresa subcontratada, que está en otro país. Y a ellos, supongo, les daba igual su apellido —asiento con comprensión. El ascensor se detiene en la cuarta planta.
—Ahora todos están preocupados por si han dicho algo de más… —alcanza a soltar antes de abrirse paso entre los que tiene delante y salir.
Me apoyo con el hombro en la pared espejada del ascensor y miro mi reflejo. Si mis compañeros supieran todo lo que yo he contado… y no solo contado… seguro que se sorprenderían de la diferencia entre mi imagen externa y lo que he hecho. Qué digo, yo misma me he sorprendido. Ahí estaba yo, sentada, solterona tranquila, y de pronto, zas, en medio de la acción.
Hasta la octava planta llego sola. Salgo y enseguida noto una actividad inusual junto a mi recepción y la del director general. De un despacho a otro, unos mozos de carga trasladan cajas. Me acerco despacio y me quedo inmóvil en el umbral de una puerta abierta.
En mi mesa está sentada la secretaria de Stanislav Alexéievich, justo empezando a desempacar una de las cajas. Miro el reloj. ¿Será que llegué tarde y me han despedido por ausencias? Son las ocho menos veinte. Y, si no me falla la memoria, fue el propio Stanislav Alexéievich quien me propuso tomarme dos días libres… ¿Otra vez juegos? Por dentro todo me tiembla de forma desagradable.
—Buenos días… —digo casi en un susurro. ¿Ya no hay sitio? “Gallinita que se levanta, sitio que pierde”, pienso.
—Ay, Anechka, vamos, vamos, justo Stanislav Alexéievich está aquí, nos está esperando —por dentro, el corazón me da un vuelco de miedo. Sinceramente, incluso antes de saber que era el padre de Max, ya me imponía respeto. Siempre tan impecable, serio, con esa mirada penetrante que parece examinarte… Y ahora le temo el doble. ¿Qué pensará de mí? ¿Otra chica calculadora que intenta colarse en el mundo de los ricos sin mover un dedo? Más aún, él ha ganado su fortuna con su propio esfuerzo, y por eso la valora tanto. Quizá sueñe con casar a Max con la hija de un oligarca, no con la hija de simples mortales. Y aquí estoy yo… simplemente Ania. Si no me despide, seguro que me manda a alguna sucursal lejana… al fin del mundo, donde no llegan trenes ni vuelan aviones. Y Max en moto tampoco podría llegar…
Con las piernas de trapo, sigo a su secretaria. Paso por la antesala y entro en su despacho. Él está sentado tras su mesa; junto a la mesa de reuniones, Maxim, conversando con él. Lo único que me tranquiliza es que Max esté aquí. Interrumpen la charla y ambos dirigen su atención hacia mí.
No soporto la mirada fija de Stanislav Alexéievich y la desvío hacia Max. Ni siquiera puedo abrir la boca para saludar. La incomprensión de lo que pasa me pone aún más nerviosa. De repente me entran ganas de rascarme, de sorberme la nariz… Menos mal que, por ahora, las manos no me tiemblan y el ojo no me da espasmos. Seguro que el pánico se me lee en la mirada. Max se levanta y se acerca a mí.
—¿Qué te pasa? Todo está bien —me atrae hacia él y me abraza por los hombros. Su contacto me alivia un poco, como si mi ansiedad se hubiera dividido en dos.
—Hola, Ania —Stanislav Alexéievich me saluda primero—. Pasen, siéntense —nos invita a todos a sentarnos a la mesa. Y en cuanto nos acomodamos, continúa—: He estado observándote, Ania, tu trabajo. Ya lo mencioné en la reunión general. Y dado que… así se han dado las circunstancias —me mira de forma significativa primero a Max y luego a mí—, propongo actuar con sensatez. Trabajar juntos es difícil, yo lo sé bien —añade en voz más baja—. Con la madre de Max empezamos a trabajar juntos y a veces no era fácil separar los problemas laborales de los domésticos. Pero eso es lirismo, vamos al grano. Ya que Max afirma con seguridad que lo vuestro es serio… —Max me toma la mano por debajo de la mesa y la aprieta con fuerza. Es agradable sentir ese gesto de cuidado, qué más puedo decir—, entonces tú, Ania, pasarás a ser mi secretaria, y Evguenia Grigórievna estará, de momento, como secretaria de Maxim Stanislavovich. Temporalmente.
—¿Por cuánto tiempo? —por fin me sale la voz.
—Dos semanas le doy a Max para encontrar una nueva secretaria; luego Evguenia se tomará las vacaciones que no ha visto en tres años… Al volver, recuperará su puesto, y tú…