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Epílogo

Un año después. Ania

Domingo. Hoy es la tan esperada cena familiar. Hacía mucho que no nos reuníamos así, todos juntos alrededor de una misma mesa. Siempre pasaba algo: que si los padres de Maxim se iban de vacaciones, que si la pequeña de su hermano se enfermaba, que si su hermana se marchaba medio año de prácticas a otra ciudad… y nosotros, con Max, siempre hasta arriba de trabajo. La semana pasada, para colmo, él se fue a un largo viaje de negocios.

Hoy, en cambio, se han alineado todos los planetas: todos sanos, todos presentes.

Quedamos en que Maxim iría directamente a casa de sus padres. Yo, en cuanto me desperté y me puse presentable, pedí un taxi y fui para allá, para ayudar a Alina Vladímirovna a preparar la comida. Ahora, a estos encuentros, también invitan a mis padres… En la familia de Max me tratan como a un miembro indiscutible, aunque todavía no hayamos formalizado nuestra relación.

Nueve de la mañana. Abro la puerta de entrada y entro en esa casa ya tan conocida y querida para mí. Es grande, acogedora, hospitalaria. Siempre huele a repostería, a manzanas y a vainilla. Estoy segura de que la madre de Max ya está en la cocina. Hacia allí me dirijo.

—¡Buenos días! —Alina Vladímirovna está sentada a la mesa, leyendo algo en la tableta y tomando su té matutino. Me acerco y le doy un beso en la mejilla.

Hace un año, esta mujer me imponía un poco con su porte severo, su seriedad, siempre concentrada, como si temiera perderse algo importante… Pero luego entendí que así es solo en el trabajo; en casa es una mujer completamente normal, una anfitriona cordial, madre y abuela cariñosa.

—Hola, hola, ¿qué tal el viaje? —me mira por encima de las gafas como si me viera por primera vez, como si no nos cruzáramos en la oficina.

En el trabajo nunca hablamos de asuntos familiares, solo de temas laborales. Creo que muchos compañeros ni siquiera saben que vivo con el hijo de la jefa. Si no tenemos nada que tratar relacionado con el trabajo, no hay necesidad de conversar. Fuera del horario laboral, en cambio, puede llamarme para interesarse por nosotros, darme un consejo —si yo se lo pido, claro— y siempre está encantada de verme y oírme en su casa.

—Bien… el taxista era un poco hablador, pero por lo demás, todo bien.

—Déjame que te sirva un té.

—Gracias, ya he desayunado.

En la mesa hay un enorme frutero. Una manzana verde y jugosa me tienta. Se me hace la boca agua; mis papilas gustativas ya están en modo fiesta. Sin la menor vergüenza —esa etapa la superé hace meses— tomo la manzana y le doy un mordisco.

—¿Está rica? —Alina Vladímirovna me mira con una expresión demasiado enigmática.

—Mucho. Me ha entrado un antojo tremendo de manzana. Aunque siempre he preferido las naranjas.

—Quemar tu silla y tu mesa, quizá… —dice, mirándome pensativa y soltando un suspiro sonoro.

Me atraganto con el trozo de manzana.

—¿Por qué?

—Porque eres la cuarta que, desde ese puesto, se va de baja por maternidad.

—Puede que ni siquiera esté embarazada. Al menos yo no lo sé. Y, en fin… no es el mejor momento, Max y yo no lo habíamos planeado.

—Planeado o no… será que ha llegado vuestro momento. Por cierto, en el baño de Inna, en el armario, hay una prueba. Ve y mira.

Subo al segundo piso, entro en el baño y encuentro lo que buscaba. Sigo las instrucciones al pie de la letra. Miro la prueba: dos rayas, más rojas que un semáforo, gritan mi “interesante estado”.

Bajo las escaleras y le muestro el resultado a Alina Vladímirovna. De las dos, curiosamente, la más feliz es ella. No, yo también estoy contenta, claro, pero… ¿y el trabajo? ¿y los planes?

Lo que pasa después me llega como en segundo plano, envuelto en una especie de niebla. Poco a poco, la cocina se va llenando de gente: primero Inna con su novio, luego el hermano mayor con su esposa y sus tres hijos. El ruido lo invade todo.

Las mujeres charlan, ríen, cuentan cosas; yo participo con moderación… más bien en mi propio mundo. Me pongo gustosa a trabajar: mejor pensar en si cortar el embutido en rodajas o en óvalos que enfrentar de golpe la magnitud de lo que acaba de pasar.

—¡Chicas, a la mesa, que la carne está recién hecha! —dice Stanislav Alexéievich entrando en la cocina.

—¿Y Maxim? —pregunta mi madre.

—Llega en unos cuarenta minutos, justo para la segunda tanda de carne.

En la mesa, la conversación es animada. Los niños corren alrededor. La sobrinita de dos años de Max se me sube al regazo, intenta contarme algo en su idioma infantil y, al final, se queda dormida abrazada a mi cuello. Sonia intenta llevársela, pero la niña se agarra con tal fuerza que es imposible.

—No hace falta, que duerma aquí… —le susurro.

—Te queda bien —oigo la voz de Maxim. Se inclina y me besa en los labios.

Sus padres lo sientan a la mesa. Su madre le pregunta qué quiere comer…

—Ahora, mamá, espera —se levanta—. Ya que hoy estamos todos reunidos, quiero pedir oficialmente a los padres de Ania su bendición. Y… Ania, ¿quieres casarte conmigo? —su mirada está llena de sentimientos, y en la mano sostiene una cajita con un anillo.




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